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Morthylla: Clark Ashton Smith



Morthylla. 
Morthylla, Clark Ashton Smith (1893-1961)

Las luces resplandecían con brillantez deslumbradora en Umbri, la ciudad del Delta, después de la puesta del sol, que se había convertido por entonces en una estrella en decadencia, roja como una brasa y antigua más allá de las crónicas, más allá de la leyenda. Las más brillantes y deslumbradoras de todas eran las luces que iluminaban la casa del viejo poeta Famurza, cuyas canciones anacreónticas le habían proporcionado la riqueza que ahora dilapidaba en orgías para sus amigos y sicofantes. ¡En los pórticos, salones y cámaras, los fanales eran tan espesos como las estrellas en un cielo sin nubes! Parecía que Famurza desease disipar todas las sombras, excepto aquellas que cubrían las alcobas separadas por tapices, dispuestas para los convenientes amoríos de sus invitados.

Para encender tales amores había vinos, licores, afrodisiacos. Había carnes y frutos que impulsaban los pulsos fláccidos. Había drogas extrañas y exóticas que despertaban el placer y lo prolongaban. En nichos medio velados se veían curiosas estatuillas y en la pared paneles pintados con amores bestiales, humanos o sobrehumanos. Cantantes alquilados de todos los sexos cantaban diversos dísticos eróticos y había unas bailarinas cuyas contorsiones estaban calculadas para reanimar los fatigados sentidos cuando todo lo demás hubiera fallado. Pero Valzaín, discípulo de Famurza y famoso tanto como poeta como por voluptuoso, permanecía insensible ante todas aquellas incitaciones. Con indiferencia que tendía al disgusto y una copa medio vacía en la mano, observaba desde una esquina la multitud engalanada que bullía a su alrededor e, involuntariamente, apartaba la vista de ciertas parejas que eran demasiado desvergonzadas o estaban demasiado bebidas para buscar las sombras de la intimidad para sus abrazos. Una repentina saciedad había hecho presa en él. Se sentía extrañamente retirado del cenegal de vino y carne en que no mucho antes se había sumergido con deleite. Tenía el aspecto de alguien que se encuentra en una costa extranjera, detrás de aguas de profunda desesperación.

—¿Qué te aqueja, Valzaín? ¿Te ha chupado la sangre algún vampiro?

Era Famurza, con el rostro enrojecido, el cabello gris y ligeramente corpulento, quien estaba a su lado. Posando una mano cariñosa sobre el hombro de Valzaín, sostenía en alto con la otra un vaso de fascinantes esculturas en el que sólo bebía vino, evitando los violentos y drogados licores preferidos a menudo por los sibaritas de Umbri.

—¿Tienes un ataque de bilis? ¿O algún amor no correspondido? Aquí tenemos remedio para ambas cosas. Sólo tienes que nombrar tu medicina.
—No hay medicina para lo que me aflige—contestó Valzaín—. En cuanto al amor, ha dejado de importarme si es correspondido o no. Sólo puedo saborear las heces de las copas. Y el tedio se agazapa en medio de todos los besos.
—Realmente, el tuyo es un caso de melancolía —en la voz de Famurza había preocupación—. He estado leyendo alguno de tus últimos versos. Sólo escribes sobre tumbas y tejos, sobre gusanos, fantasmas y amores inmateriales. Esas cosas me producen cólicos. Necesito por lo menos medio galón de buen vino después de cada poema.
—Aunque no lo he sabido hasta recientemente —admitió Valzaín—, hay en mí curiosidad hacia lo desconocido; un deseo de cosas más allá del mundo material.

Famurza movió la cabeza conmiserativamente.

—Aunque no haya alcanzado más que a doblarte la edad, todavía me contento con lo que veo, oigo y toco. Carnes buenas y jugosas, mujeres, vino, las canciones de gente de buena garganta son suficiente para mí.
—Soñando cuando duermo —musitó Valzaín—, he abrazado súcubos que eran más que la carne, he conocido placeres demasiado fuertes para que el cuerpo consciente los soporte. ¿Tienen alguna fuente esos sueños, aparte del cerebro ligado a la tierra? Daría mucho por encontrar su origen, si es que existe. Mientras tanto, no me queda nada más que la desesperación.
—Tan joven... ¡y ya tan cansado! Bien, si estás cansado de las mujeres y quieres fantasmas a cambio, puedo aventurar una sugerencia. ¿Conoces la antigua necrópolis a medio camino entre Umbri y Psiom, a unas tres millas, digamos, de aquí? Los pastores de cabras dicen que es frecuentada por una lamia..., el espíritu de la princesa Morthylla, que murió hace varios siglos y fue enterrada en un mausoleo que todavía está ahí, sobresaliendo entre las otras tumbas de menos importancia. ¿Por qué no salimos esta noche y visitamos la necrópolis? Se acomodaría mejor que mi casa a tu humor. Y quizá Morthylla se te aparezca. Pero no me culpes si no vuelves nunca más. Después de todos estos años la lamia continúa ávida de amantes humanos y quizá pudiera aficionarse a ti. —Por supuesto, conozco el lugar —dijo Valzaín—... Pero creo que estás bromeando.

Famurza se encogió de hombros y siguió su camino entre los juerguistas. Una alegre danzarina, rubia y flexible, se acercó a Valzaín y lanzó un collar de flores entrelazadas sobre su cuello, reclamándole como su prisionero. Suavemente, rompió la guirnalda y dio un frío beso a la muchacha, lo que hizo que ésta hiciese una mueca. Inobstrusiva, pero rápidamente, antes de que otros juerguistas intentasen atraerle, salió de la casa de Famurza.

Sin otros impulsos que los de un deseo urgente de soledad, volvió sus pasos hacia los suburbios, evitando la vecindad de tabernas y lupanares, donde se apiñaba el populacho. Música, risas y fragmentos de canciones le seguían desde iluminadas mansiones donde todas las noches los ciudadanos más ricos de la ciudad daban reuniones. Pero en las calles se encontró a pocos merodeadores, pues era demasiado tarde para la reunión y demasiado pronto para la desbandada de los invitados a tales entretenimientos. Entonces las luces se debilitaron con intervalos cada vez más amplios entre ellas y las calles se oscurecieron con aquella antigua noche que caía sobre Umbri y que ahogaría completamente sus desafiantes galaxias de ventanas brillantes por la luz de las lámparas con el oscurecimiento del decadente sol de Zothique. Sobre estas cosas y sobre el circundante misterio de la muerte cavilaba Valzaín, cuando se zambulló en la oscuridad exterior que sus ojos, cansados por tanto resplandor, agradecieron.

También era agradable el silencio del camino, rodeado de campos cultivados, que siguió durante cierto tiempo, sin percatarse de su dirección. Después, ante alguna señal familiar a pesar de la oscuridad, advirtió que el camino era el que iba de Umbri a Psiom, la ciudad hermana del Delta; el camino junto a cuyas vueltas centrales estaba situada la necrópolis, no utilizada desde hacía largo tiempo, a la que le había encaminado irónicamente Famurza. Verdaderamente, pensó, el práctico Famurza había en cierta forma adivinado la necesidad que yacía en el fondo de su desencanto con todos los placeres sensoriales. Estaría bien visitar, quedarse durante una hora o algo más, en aquella ciudad cuyos habitantes habían pasado, hacía mucho, más allá de los deseos de la mortalidad, más allá de la saciedad y la desilusión.

Una luna, pasando del creciente a la mitad, surgió a sus espaldas cuando alcanzó el pie de la baja colina donde yacía el cementerio. Abandonó la pavimentada carretera y comenzó a ascender por la pendiente, medio cubierta por desmedrados tojos, en cuya cima se discernían deslumbrantes mármoles. No había otro camino que los deslabazados senderos creados por las cabras y sus pastores. Su sombra le precedía, vaga, débil y muy larga, como un guía fantasmal. En su fantasía, le pareció que estaba trepando por el busto, suavemente inclinado, de una giganta, salpicado a lo lejos con pálidas gemas que eran las tumbas y los mausoleos. Se encontró a sí mismo preguntándose, entre esta poética divagación, si la giganta estaría muerta o meramente dormida.
Al alcanzar el amplio y llano terreno de la cima, donde moribundos tejos enanos se disputaban los intersticios de las losas cubiertas de liquen con sauces sin hojas, recordó la historia que le había mencionado Famurza sobre la lamia que se decía merodeaba por la necrópolis. Famurza, él lo sabía bien, no creía en tales leyendas, y sólo había querido burlarse de su fúnebre humor. Sin embargo, a la manera de los poetas, comenzó a jugar con la fantasía de alguna presencia inmortal, encantadora y malvada, que viviese entre los antiguos mármoles y quisiese responder a la invocación de alguien que, sin una creencia positiva, hubiese deseado en vano visiones de la inmortalidad del más allá.

Entre naves de lápidas mortuorias bañadas por la soledad de la luna, llegó a un majestuoso mausoleo, que todavía se erguía con pocas señales de ruina, en el centro del cementerio. Le habían dicho que bajo él había extensas cámaras que alojaban a las momias de una familia real extinta que gobernó sobre las ciudades gemelas de Umbri y Psiom hacía siglos. La princesa Morthylla pertenecía a esa familia. Para maravilla suya, una mujer, o lo que parecía serlo, se sentaba en una losa caída al lado del mausoleo. No podía verla distintamente, pues la sombra de la tumba la envolvía de los hombros hacia abajo. Sólo el rostro, que briiiaba débilmente, se elevaba hacia la luna saliente. Su perfil era semejante al que él había visto en monedas antiguas.

—¿Quién eres tú?—preguntó con una curiosidad que sobrepasaba su cortesía.
—Soy la lamia Morthylla—replicó ella con voz que dejaba a sus espaldas una vibración débil y fugaz como la de algún arpa brevemente pulsada—. Guárdate de mí, porque mis besos están prohibidos para aquellos que quieren permanecer entre los vivos.

Valzaín se sintió asombrado ante esta respuesta que semejaba un eco de sus fantasías. Sin embargo, la razón le dijo que la aparición no era ningún espíritu de las tumbas, sino una mujer de carne y hueso que conocía la leyenda de Morthylla y deseaba burlarse de él. Pero ¿qué mujer se aventuraría sola de noche en un lugar tan desolado y fantasmal?

Lo más creíble era que fuese una prostituta que acudió a alguna cita entre las tumbas. Sabía que había algunos degenerados perversos que necesitaban ambientes y accesorios sepulcrales para consumar sus deseos.

—Quizá estás esperando a alguien—sugirió—. Si ése es el caso, no deseo inmiscuirme.
—Unicamente espero al que está destinado a venir. Y espero durante largo tiempo; no he tenido ningún amante durante doscientos años. Quédate si quieres, no hay nada que temer, excepto yo.

A pesar de las racionales presunciones que había formado, la espina dorsal de Valzaín fue recorrida por el estremecimiento del que supone, sin creerlo por completo, la presencia de una cosa sobrenatural...; pero seguramente todo era un juego..., un juego al que él también podía jugar para alivio de su melancolía.

—Vine aquí en la esperanza de encontrarte—declaró—. Estoy cansado de las mujeres mortales, cansado de todos los placeres..., cansado hasta de la poesía.
—Yo también estoy aburrida —dijo ella sencillamente.

La luna había ascendido en el cielo y brillaba sobre el traje, de una moda antigua, que llevaba la mujer. Era muy ajustado en el busto, cintura y caderas, con voluminosos pliegues cayendo hacia la parte inferior. Valzaín sólo había visto trajes semejantes en dibujos antiguos. La princesa Morthylla, muerta durante tres siglos, bien podría haber llevado un traje similar.

Fuese ella quien fuese, pensó, la mujer era extrañamente bella, con un toque de singularidad en el cabello pesadamente enroscado, cuyo color no podía decidir a la luz de la luna. En su boca había dulzura y bajo sus ojos una sombra de fatiga o de tristeza. En la comisura derecha de sus labios, percibió un pequeño lunar. El encuentro de Valzaín con la autodenominada Morthylla se repitió todas las noches mientras la luna se hinchaba como el redondeado pecho de una mujer titánica y desaparecía una vez más en vacío y decadencia. Ella le esperaba siempre junto al mismo mausoleo..., que, declaró, era el lugar donde habitaba. Y siempre le despedía cuando el oriente se volvía ceniciento con la aurora, diciendo que era una criatura de la noche.

Escéptico al principio, la consideró una persona con gustos y fantasías macabros semejantes a los suyos propios, con la que estaba manteniendo una relación de un encanto singular. Sin embargo, no pudo encontrar en ella ningún rastro de la mundanidad que sospechaba, ningún conocimiento aparente de las cosas presentes, sino una extraña familiaridad con el pasado y la leyenda de la lamia. Parecía más y más un ser nocturno, que sólo conocía bien la sombra y la soledad. Sus ojos, sus labios, parecían retener secretos olvidados y prohibidos. En sus vagas y ambiguas respuestas a sus preguntas, leía significados que le estremecían de miedo y esperanza.

—He soñado con la vida—le dijo ella crípticamente—. Y he soñado también con la muerte. Ahora bien, quizá haya otro sueño... en el que tú has entrado.
—Yo también quisiera soñar—dijo Valzaín.

Noche tras noche, su cansancio y disgusto se desvanecieron, en una fascinación que era alimentada por el espectral ambiente, el silencio de los muertos rodeándole, su retirada y su separación de la ciudad carnal y deslumbrante. Por grados, alternando la fe y la incredulidad, llegó a aceptarla como una lamia real. El apetito que percibía en ella sólo podía ser el apetito de una lamia, su belleza la de un ser que ya no era humano. Fue como la aceptación por un soñador de que había cosas fantásticas en otros lugares distintos del sueño. Junto con su fe, aumentó su amor por ella. Los deseos que había creído muertos revivieron en su interior, más salvajes, más urgentes.

Ella parecía corresponder a su amor. Sin embargo, no traicionó ningún signo de la legendaria naturaleza de la lamia, eludiendo su abrazo, rehusándole los besos que pedía.

—Quizá alguna vez—concedía—. Pero antes debes conocerme tal como soy, debes amarme sin ilusiones.
—Mátame con tus labios, devórame como se dice que has devorado a otros amantes —imploraba Valzaín .
—¿No puedes esperar? —su sonrisa era dulce y torturadora—. No deseo tu muerte tan pronto, porque te quiero demasiado. ¿No es dulce mantener tu deseo entre los sepulcros? ¿No te he curado de tu aburrimiento? ¿Tienes que terminar con todo?

A la noche siguiente la sitió de nuevo, implorando con todo su ardor y elocuencia la denegada consumación.

Ella se burló de él.
—Quizá sea sólo un fantasma sin cuerpo, un espíritu sin sustancia. Quizá me has soñado. ¿Te arriesgarías a despertar del sueño?

Valzaín dio un paso hacia ella, extendiendo sus brazos en un gesto apasionado. Ella retrocedió diciendo:

—¿Qué sucedería si, al tocarme, me convirtiese en cenizas y luz de luna? Entonces lamentarías tu loca insistencia .
—Tú eres la lamia inmortal—juró Valzaín—. Mis sentidos me dicen que no eres un fantasma, ni un espíritu desencarnado. Pero para mí tú has convertido en sombra todo lo demás.
—Sí, soy bastante real a mi manera —concedió, riendo suavemente.

Entonces, y repentinamente, se inclinó hacia él y sus labios tocaron su garganta. Sintió durante un momento su calor húmedo... y el agudo mordisco de sus dientes que perforaron apenas su piel, retirándose instantáneamente. Antes de que él pudiese abrazarla, ella le esquivó otra vez.

—Es el único beso que nos está permitido de momento—gritó y huyó rápidamente, con silenciosos pasos entre los brillos y sombras de los sepulcros.

A la tarde siguiente, un asunto de negocios, urgente y algo fastidioso, llevó a Valzaín a la vecina ciudad de Psiom; un viaje breve, pero que él hacía raras veces. Pasó junto a la antigua necrópolis, añorando la hora nocturna cuando se apresuraría una vez más al encuentro con Morthylla. Su penetrante beso, que había causado unas cuantas gotas de sangre, le había dejado enormemente enfebrecido y turbado. El, como aquel lugar de tumbas, estaba hechizado y el hechizo iba con él a Psiom.

Había terminado su asunto, el préstamo por un usurero de una suma de dinero. Hallándose a la puerta del usurero con aquella persona necesaria, pero ligeramente molesta, a su lado, vio a una mujer pasando por la calle. Sus rasgos, aunque no su traje, eran los de Morthylla y tenía incluso el mismo diminuto lunar en una comisura de la boca. Ningún fantasma del cementerio podría haberle sobresaltado y desmayado más profundamente.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó el prestamista—. ¿La conoces?
—Se llama Beldith. Es muy conocida en Psiom, pues es rica por derecho propio y ha tenido innumerables amantes. Tuve un pequeño asunto con ella, aunque ahora no me debe nada. ¿Os gustaría conocerla? Puedo presentárosla fácilmente.
—Sí, me gustaría conocerla—asintió Valzaín—. Se parece muchísimo a alguien que conocí hace tiempo.
El usurero miró al poeta de soslayo.
—Quizá no sea una conquista demasiado fácil. Se dice que últimamente se ha retirado de los placeres de la ciudad. Algunos la han visto salir de noche en dirección a la antigua necrópolis, o regresando de allí al salir la aurora. Extraños gustos diría yo, para alguien que es poco más que una prostituta. Pero quizá vaya al encuentro de algún excéntrico amante.
—Indícame su casa—pidió Valzaín—. No necesitaré que me la presentes.
—Como gustéis—el usurero se encogió de hombros, ligeramente desilusionado—. De todas formas, no está lejos.

Valzaín encontró la casa rápidamente. La mujer, Beldith, estaba sola. Le recibió con una sonrisa anhelante y preocupada que no dejaba duda en cuanto a su identidad.

—Veo que te has enterado de la verdad —dijo ella—. Había pensado en decírtela pronto, porque el engaño no hubiese podido seguir durante mucho más tiempo. ¿No querrás perdonarme?
—Te perdono—dijo Valzaín tristemente—. Pero ¿por qué me has engañado?
—Porque tú lo deseabas. Una mujer intenta complacer siempre al hombre que ama y en todo amor hay más o menos engaño.

Al igual que tú, Valzaín, yo me había cansado de los placeres. Y busqué la soledad de la necrópolis, tan alejada de las cosas carnales. Tú también viniste, buscando paz y soledad.. o algún espectro inmaterial. Te reconocí instantáneamente. Y había leído tus poemas. Conociendo la leyenda de Morthylla, pensé en jugar contigo. Al jugar, llegué a amarte... Valzaín, tú me amabas como lamia. ¿No puedes amarme por mí misma?

—No puede ser —contestó el poeta—. Tengo miedo de que se repita la desilusión que he encontrado en otras mujeres. Sin embargo, por lo menos, te estoy agradecido por las horas que me proporcionaste. Fueron las mejores que he conocido..., aunque he amado algo que no existía y que no podría existir. Adiós, Morthylla. Adiós, Beldith.

Cuando se hubo ido, Beldith se tendió con el rostro hacia abajo entre los cojines de su lecho. Sollozó un rato y las lágrimas mojaron las telas, que se secaron rápidamente. Después se levantó vivamente y se dedicó a sus ocupaciones domésticas. Tras un cierto tiempo, volvió a los amores y a las fiestas de Psiom. Quizá, al final, encontró la paz que pueden hallar aquellos que se han hecho demasiado viejos para el placer. Pero no hubo paz para Valzaín, ni bálsamo para su deseo y amarga desilusión. Tampoco pudo volver a los placeres materiales de su vida anterior. Así que finalmente se mató, atravesando su garganta hasta la vena más profunda con un agudo cuchillo en el mismo lugar donde los dientes de la falsa lamia le habían mordido, produciendo un poco de sangre. Tras su muerte, olvidó que había muerto, olvidó el pasado inmediato con todos sus sucesos y circunstancias.

Después de la conversación con Famurza, había salido de su casa y de la ciudad de Umbri y seguido la carretera que pasaba junto al abandonado cementerio. Preso del deseo de visitarlo, ascendió por la cuesta hacia los mármoles, bajo una luna creciente que se elevaba por detrás. Al llegar al vasto y llano terreno de la cima, donde los moribundos tejos enanos se disputaban los intersticios de las losas cubiertas de liquen con sauces sin hojas, recordó la historia mencionada por Famurza sobre la lamia que se decía que frecuentaba el cementerio. El sabía bien que Famurza no era creyente en tales leyendas y que había querido únicamente burlarse de su humor fúnebre. Sin embargo, a la manera de un poeta, comenzó a jugar con la idea de alguna presencia inmortal, encantadora y malvada, que viviese entre los antiguos mármoles y respondiese a la invocación de alguien que, sin creer con seguridad, hubiese deseado vanamente visiones del más allá.

Entre las naves solitarias y bañadas por la luna que formaban las lápidas mortuorias, llegó a un majestuoso mausoleo que se erguía con pocas señales de ruina, en el centro del cementerio. Bajo él, le habían dicho, había extensas cámaras que alojaban las momias de una extinta familia real que había gobernado sobre las ciudades gemelas de Umbri y Psiom en siglos anteriores. A esta familia había pertenecido la princesa Morthylla. Para asombro suyo, una mujer, o lo que parecía serlo, se sentaba sobre el fuste caído al lado del mausoleo. No podía verla con claridad, pues la sombra de la tumba la envolvía todavía desde los hombros hasta abajo. Sólo el rostro, resplandeciendo débilmente, se elevaba hacia la luna que estaba subiendo en el cielo. Su perfil era como el que había visto en monedas antiguas.

—¿Quién eres tú?—preguntó con una curiosidad que sobrepasaba su cortesía.
—Soy la lamia Morthylla—contestó ella.

Clark Ashton Smith (1893-1961)



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Nave de sombras: Fritz Leiber



Nave de sombras.
Ship of shadows, Fritz Leiber (1910-1992)



Pueden leer o descargar gratis Nave de sombras, de Fritz Lieber, aquí.

http://www.scribd.com/doc/36846079/Nave-de-Sombras



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Negotium perambulans: E.F. Benson


Negotium Perambulans.
Negotium Perambulans, E.F. Benson (1867-1940)

Posiblemente, el turista accidental que pase por el oeste de Cornualles, al atravesar la desolada llanura elevada que se extiende entre Penzance y el Finis Terrae, haya observado un cartel indicador muy viejo señalando un terreno difícil y que en el desgastado dedo que lo muestra lleva una inscripción medio borrada diciendo: Polearn 2 millas, aunque es probable que muy pocos hayan sentido la curiosidad de recorrer estas dos millas para ver un lugar al que las guías turísticas dedican un comentario tan superficial. Es descrito en un par de líneas muy poco sugestivas como un pequeño pueblo de pescadores con una iglesia sin ningún interés particular, excepto por los paneles de madera grabada y pintada que forman la baranda del altar y que originalmente pertenecían a otro edificio. Se recuerda al turista que en la iglesia de St. Creed existe una decoración parecida, pero muy superior a ésta en estado de conservación e interés, circunstancia que hace que incluso los más dispuestos a visitar iglesias no se sientan incitados para ir a Polearn. El señuelo es demasiado pobre para desear tragárselo, y una mirada a aquellas tierras difíciles, que cuando no llueve ofrecen un alfombrado de piedras puntiagudas y cuando llueve presenta un río de fango, seguro que le hará decidir no exponer el coche o la bicicleta a este tipo de riesgos en una región tan poco poblada como ésta. Desde Penzance sus ojos casi no han encontrado casa alguna y la posibilidad de un pinchazo al recorrer media docena de accidentadas millas parece un precio demasiado alto para ver unos paneles pintados.

Polearn, por tanto, incluso en el momento álgido de la estación turística, es poco propenso a la invasión y, durante el resto del año, no creo que haya más de un par de personas diarias que atraviesen estas dos larguísimas millas de cuestas rampantes y pedregosas. En este cálculo exiguo no olvido al cartero, siendo pocos los días que, dejando caballo y carro en la cima de la colina, se llega hasta el pueblo, porque a pocos centenares de metros cuesta abajo hay una gran caja blanca que parece un baúl de marinero, puesta al lado del camino, con una hendidura para tirar las cartas y una puerta cerrada con candado. Cuando lleva en la cartera una carta certificada o un paquete demasiado grande para meterlo en las casillas cuadradas del baúl de marinero, debe bajar la cuesta y entregar el enojoso envío personalmente a su propietario, recibiendo a cambio una moneda o algún refrigerio por su amabilidad; pero estas ocasiones son raras y la rutina general es sacar de la caja las cartas que se han depositado y dejar las que él trae. Estas serán recogidas, quizás aquel mismo día o al día siguiente, por un emisario enviado por la administración de correos de Polearn.

Respecto a los pescadores de la localidad, que con su comercio de exportación establecen el vínculo principal entre Polearn y el mundo exterior, nunca les pasaría por la cabeza el subir la pronunciada pendiente y recorrer las seis millas que los separan del mercado de Penzance. La ruta del mar es más corta y adecuada y pueden dejar el pescado en la punta de la escollera.

Así pues, aunque la única industria de Polearn es la pesca, no se puede disponer de pescado si no se encarga previamente a algún pescador. Cuando vuelven las barcas vienen más vacías que una casa encantada, ya que el pescado se ha cargado en los vagones que se dirigen rápidamente hacia Londres. Este aislamiento, durante siglos, de la pequeña comunidad produce igualmente el aislamiento del individuo y explica que no haya nadie tan individualista como la gente de Polearn. A pesar de todo, o así me lo ha parecido siempre, la gente está unida por una misteriosa comprensión, como si todos hubieran sido iniciados en algún antiguo rito, inspirado y compuesto por fuerzas visibles e invisibles. Las tempestades que atacan las costas en invierno, el hechizo de la primavera, los veranos cálidos y tranquilos, la estación de las lluvias y la putrefacción otoñal crean un sortilegio que, poco a poco, se transmite a los habitantes e influye en las fuerzas del bien y del mal que gobiernan el mundo, manifestándose de una manera que tanto puede ser benigna como terrible...

La primera vez que fui a Polearn contaba diez años y era un chiquillo débil y enfermizo, amenazado por dolencias pulmonares. Los negocios de mi padre lo retenían en Londres, pero se consideró que el abundante aire fresco y la benignidad del clima eran para mi condiciones esenciales si debía llegar hasta la edad adulta. La hermana de mi padre se había casado con el vicario de Polearn, Richard Bolitho, natural del lugar, hecho que me permitió pasar tres años en casa de mis familiares a cambio de pagar una pensión.

Richard Bolitho poseía en el pueblo una casa muy bonita, donde vivía más a gusto que en la vicaría, la cual tenía alquilada a un joven artista, John Evans, enamorado del lugar, razón por la que no se separara de él en todo el año. La casa tenía un sólido cobertizo provisto de tejado, abierto por uno de sus costados, que habían construido en el jardín especialmente para mí y donde yo vivía y dormía. Esto hacía que de las veinticuatro horas del día no pasara ni una tras paredes y ventanas. Siempre me hallaba en la bahía con la gente del mar o rondando por los acantilados cubiertos por aulagas que se alzan a derecha e izquierda de la profunda garganta donde se encuentra el pueblo o bien estaba ocupado en futilidades en la punta de la escollera o buscando nidos de pájaro en el bosque con chicos del pueblo. Salvo los domingos y durante las escasas horas del día que iba a la escuela, estaba autorizado a hacer todo lo que me pasara por la cabeza siempre que lo hiciera al aire libre. Las lecciones no eran pesadas, pues mi tío sabía acompañarme por los floridos atajos que atraviesan los matorrales de la aritmética, me llevaba a agradables excursiones a través de los elementos de la gramática latina y, por encima de todo, me forzaba a presentarle diariamente un informe, expuesto con frases claras y gramaticalmente correctas, de todo cuanto ocupaba mis pensamientos y movimientos. Si debía decirle que había corrido por los acantilados, la manera de expresarme debía ser ordenada, no difusa, y acompañada de notas exponiéndole mis observaciones. Esto me ayudaba a entrenar mis dotes de observación, ya que me inducía a explicarle cuales eran las flores que había encontrado y qué pájaros había visto planeando sobre el mar o construyendo el nido en el bosque. De esto debo estarle permanentemente agradecido, pues la observación y la descripción en un lenguaje expresivo de las cosas observadas se convertiría en mi profesión.

De todos modos, más importante aún que las tareas reservadas para los días de cada día era la rutina prescrita para el domingo. En el alma de mi tío incubaba el sombrío rescoldo del calvinismo y el misticismo, que convertía el domingo en el día del terror. En su sermón de la mañana nos chamuscaba con un avance de los fuegos eternos preparados para los pecadores impenitentes y se puede afirmar que no era menos aterrador cuando hablaba a los niños durante la ceremonia de la tarde. Recuerdo perfectamente su exposición de la doctrina del ángel de la guarda. Según afirmaba, un niño podía sentirse seguro amparado por aquella custodia angélica, pero que se guardara de cometer alguna de las numerosas ofensas que podían obligar a su ángel custodio a apartar de él su rostro, pues de la misma manera que había ángeles que nos protegían, también había presencias malignas y ominosas dispuestas a atacarnos. Le gustaba de forma particular entretenerse en éstas. También recuerdo su comentario en el sermón de la mañana sobre los paneles llenos de relieves de la baranda del altar, a los que ya he aludido anteriormente. Se veía en ellos al ángel de la Anunciación y al ángel de la Resurrección, pero también estaba presente la bruja de Endor y, en el cuarto panel, una escena que me inquietaba de manera particular. Aquel cuarto panel mi tío bajaba del púlpito para señalar los detalles trabajados por el tiempo representaba la puerta del cementerio de la misma iglesia de Polearn y, de hecho, el parecido era remarcable. En la entrada estaba la figura de un capellán vestido con una túnica y sosteniendo una cruz en la mano. Con aquella cruz se enfrentaba a una criatura terrible parecida a una babosa gigante y que retrocedía al encontrárselo delante.

Según la interpretación de mi tío, representaba algún ser de una maldad y de un poder casi infinitos, que sólo podía ser combatido con una fe firme y un corazón puro. Debajo se leía una leyenda que decía: «Negotium perambulans in tenebris», sacada del salmo noventa y uno. Habíamos hallado también la traducción: «la pestilencia que camina por las tinieblas», que sólo reproducía débilmente el latín. De hecho, era más mortal para el alma que cualquier pestilencia, que sólo puede matar el cuerpo: era la Cosa, la Criatura, el Asunto que traficaba en medio de las Tinieblas, un ministro de la ira de Dios entre los perversos...

Mientras él hablaba, yo me daba cuenta de las miradas que intercambiaban los feligreses y sabía que sus palabras evocaban algún supuesto, algún recuerdo. Movían la cabeza y murmuraban en voz baja, entendían las alusiones. Con aquel espíritu inquisitivo de los niños, no podía descansar hasta que arrancaba la historia a mis compañeros, hijos de los pescadores, cuando a la mañana siguiente nos tostábamos desnudos al sol tras haber tomado un baño. Uno sabía un fragmento, el segundo conocía otro más y, pegando unos con otros terminábamos formando una leyenda verdaderamente alarmante. En pocas líneas, se desarrollaba como sigue:

En otro tiempo hubo una iglesia mucho más antigua que aquella donde mi tío cada domingo nos aterrorizaba con sus palabras. Se alzaba a menos de trescientos metros de distancia, sobre la meseta de terreno llano que había bajo la cantera de la que se habían extraído las piedras. El propietario del solar la derruyó y se hizo construir una casa en el mismo lugar aprovechando los materiales de la ruina. Con un éxtasis de perversidad, conservó el altar, sobre el cual comía y jugaba a los dados. Pero he aquí que, cuando envejeció, se apoderó de él una especie de negra melancolía y quería tener velas encendidas ardiendo toda la noche, pues la oscuridad le causaba gran espanto. Una noche de invierno sobrevino una galerna tan intensa como nunca habíase visto otra, rompió las ventanas de la sala donde cenaba el hombre y apagó las luces. Los criados se presentaron profiriendo gritos de terror y lo encontraron tendido en el suelo en medio de un río de sangre que le salía de la garganta. En el momento de entrar les pareció ver una inmensa sombra negra que se apartaba de él y que, arrastrándose por el suelo y trepando por la pared, se escurría por la ventana rota.

—Allí yacía bien muerto —explicó el último de mis informantes—, y él, un hombre fornido, quedó reducido a un saco de piel y huesos, al que aquella bestia había chupado toda la sangre. Su último suspiro fue un grito en el cual profirió las mismas palabras que pueden leerse en el panel.
—Negotium perambulans in tenebris —me aventuré a decir con avidez.
—Poco más o menos. En todo caso, latín.
—¿Y después? —pregunté.
—No había nadie que quisiera acostarse en aquel lugar. Aquella casa vieja se fue arruinando y hará cosa de tres años que se hundió. Pero, mira por dónde, entonces apareció el Sr. Dooliss, de Penzance, y volvió a reconstruir la mitad de ella. No quiso hacer caso de aquellos seres extraños, ni tampoco de latinajos. Un buen día cogió la botella de whisky y al llegar la noche llevaba encima una buena cogorza. Bien, me voy a casa a cenar.

Prescindiendo de la autenticidad de la leyenda, me explicaron la verdad sobre el Sr. Dooliss de Penzance, quien desde aquel día se convirtió en el objeto de mi ávida curiosidad, especialmente porque la casa que se había construido en la cantera estaba situada al lado del jardín de mi tío. La Cosa que caminaba en medio de la Oscuridad no excitaba especialmente mi imaginación y yo ya estaba tan acostumbrado a dormir solo en el cobertizo que la noche no me inspiraba terror alguno. Pero habría sido muy excitante despertarme a cualquier hora y oír gritar al Sr. Dooliss, ya que esto indicaría que la Cosa lo había atrapado.

Aquella historia se me fue borrando de la cabeza, ensombrecida por cosas más interesantes que pasaban durante el día y, en el transcurso de los dos últimos años de vida al aire libre en el jardín de la vicaría, rara vez pensé en el Sr. Dooliss y en el hado que podía corresponderle por la osadía de vivir en un lugar donde se movía aquella Cosa tenebrosa. Ocasionalmente lograba verlo por encima de la valla del jardín, un hombre que era como una gavilla desmadejada y amarillenta, que caminaba lentamente y vacilando, aunque nunca me lo encontré al otro lado de la reja de su casa, ni en calle alguna del pueblo, ni abajo en la playa. Nadie se metía en su vida y él no se metía en la vida de nadie.

Si quería arriesgarse a ser la víctima del legendario monstruo nocturno o beber tranquilamente en su casa hasta morir, era algo que a mí ni me iba ni me venía. Al parecer mi tío había hecho diversos intentos de visitarle cuando vino a instalarse en Polearn; pero se ve que al Sr. Dooliss no debían gustarle los vicarios, porque hacía decir que no estaba en casa y nunca le devolvió la visita.

Tras tres años de sol, viento y lluvia, yo había vencido completamente aquellos primeros síntomas y me había convertido en un chico de trece años fuerte y robusto. Me enviaron a Eton y Cambridge y, habiendo finalizado la preparación necesaria, me convertí en abogado. Ocho años más tarde ya ganaba un sueldo anual de cinco cifras y había invertido en determinados valores una suma que me podía reportar dividendos, que teniendo en cuenta mis gustos sencillos y mis costumbres frugales, me ofrecían todas las comodidades necesarias a este lado del sepulcro. Tenía al alcance los premios que otorga la profesión y no poseía ambición alguna que me espoleara ni deseaba tampoco esposa e hijos, por lo que me figuro debo ser un soltero natural. De hecho, sólo tenía una ambición que a lo largo de aquellos años de actividad me había estado tentando, como la visión de unas montañas azules y lejanas, y era regresar a Polearn y vivir aislado del mundo en compañía del mar y las colinas vestidas de aulagas, donde había jugado con los amigos, y explorar los secretos que ocultaban. Tenía metido aquel sortilegio en mi corazón y puedo decir sinceramente que casi no había pasado un solo día en todos aquellos años sin aquel pensamiento y aquel deseo presentes en mi cabeza. Por mucho que me comunicara frecuentemente con mi tío durante toda su vida y, tras su muerte, con su viuda —que aún vivía—, desde que me embarcara en mi profesión no había regresado nunca más, porque sabía que si volvía me costaría demasiado marcharme otra vez. Tenía decidido regresar tan pronto hubiera logrado mi independencia, y nunca más me iría de allí. Pero me marché y ahora no habría nada en el mundo que me hiciera desviar del camino que conduce de Penzance al Finis Terrae y contemplar aquellas paredes que cierran el valle y se alzan, abruptas, sobre los techos del pueblo y escuchar el chillido de las gaviotas que pescan en la bahía. Y todo porque una de las cosas invisibles que forman parte de las fuerzas oscuras salió a la luz y yo la vi con mis propios ojos.

La casa donde pasé aquellos tres años de mi infancia había sido cedida a mi tía con carácter vitalicio y, cuando le comuniqué mi intención de regresar a Polearn, me sugirió que, mientras no encontrara la casa adecuada, fuera a vivir con ella, siempre que yo no encontrara inconveniente en aquella proposición.

La casa es demasiado grande para una vieja que vive sola —me comentó por carta— y con frecuencia pienso que no iría desencaminada si la dejase y me instalara en una casa más pequeña, suficiente para mí y mis necesidades. Ven a compartirla conmigo, querido sobrino y, si te molesto, que uno de los dos marche. Quizás te guste la soledad, como a la mayoría de la gente de Polearn, y entonces marcharás tú. O bien seré yo quien te deje. Una de las razones principales de haberme quedado todos estos años en esta casa ha sido el deseo de no dejarla arruinar. Las casas se arruinan, tú ya lo sabes, si no se vive en ellas.

Poco a poco se mueren, el alma se les debilita y termina abandonándolas. ¿No te explicaron estas simplezas en tus años de estudio en Londres?...

Como era natural, acepté entusiasmado aquel arreglo momentáneo y un atardecer de junio me encontré al inicio de aquella costa que bajaba hasta Polearn y nuevamente descendí hasta el profundo valle encastrado entre montañas. Parecía que el tiempo se hubiera detenido: aquel cartel indicador tan gastado —o su substituto— aún señalaba con el dedo delgaducho aquella bajada y, unos cuantos centenares de metros más allá, había aquella caja blanca donde se intercambiaban las cartas. Mis ojos topaban una a una con cosas recordadas y lo que veían no había empequeñecido, como suele pasar con los escenarios de la niñez al ser revisitados y meterlos en una escala más pequeña. Allá estaba la administración de correos, también la iglesia y, muy cerca de ella, la vicaría, y más allá, toda aquella vegetación que aislaba la casa a donde me dirigía desde el camino y, aún más allá, los techos grises de la casa de la cantera, húmedos y brillantes, barridos por la brisa mojada de la tarde que sopla desde el mar. Todo era exactamente como lo recordaba y, por encima de todo, aquella sensación de reclusión y aislamiento. En algún lugar más arriba de las copas de los árboles se encaramaba aquel sendero que unía la carretera a Penzance... pero todo estaba inconmensurablemente lejano. Los años transcurridos desde la última vez que aparecí en la famosa puerta se disipaban como el vaho del aliento en aquel aire caliente y suave. Había palacios de justicia en algún lugar del libro gris de la memoria y, si me entretenía girando las hojas, me dirían que me había hecho un nombre y una buena renta. Pero ahora el libro gris se había cerrado porque yo volvía a estar en Polearn y su hechizo me envolvía.
Si Polearn no había cambiado, tampoco lo había hecho la tía Hester, que salió a la puerta a recibirme. Siempre había sido delicada y blanca como la porcelana y el paso de los años no la había envejecido sino sólo había servido para refinarla.

Mientras permanecíamos sentados hablando tras la cena, me informó de todas las novedades acaecidas en Polearn durante aquellos años. Los cambios de los que me habló solo sirvieron para confirmar la inmutabilidad de los hechos. Volviendo a recordar nombres, le pregunté por la casa de la cantera y por el Sr. Dooliss, y me di cuenta de que su rostro se oscureció un tanto, como si la sombra de una nube acabara de enturbiar un día de primavera.

—Sí, el Sr. Dooliss —me dijo—, ¡pobre Sr. Dooliss! ¡Claro que lo recuerdo! Ya debe hacer diez años o más que murió. Nunca te lo comuniqué por carta porque fue terrible y no tenía ganas de entristecer tus recuerdos de Polearn. Tu tío siempre había pensado que podía suceder una cosa como ésta si continuaba bebiendo tan lamentablemente... ¡y aún peor! Aunque nadie supo exactamente qué sucedió, es lo que cabe suponer.
—Pero, ¿cómo fue todo, más o menos, tía Hester?
—Pues bien, como es natural no te lo puedo explicar con exactitud, y nadie podría hacerlo. Pero era un gran pecador y el escándalo que provocó en Newlyn fue una vergüenza. Además, vivía en la casa de la cantera... No sé si debes recordar un sermón que dio una vez tu tío, cuando bajando del púlpito explicó aquel panel de la baranda del altar. Quiero decir aquello de esa horrible criatura apostada en la puerta del cementerio.
—Sí, lo recuerdo perfectamente —le respondí.
—Supongo que debió impresionarte, como impresionó a todo el mundo que lo escuchó, una impresión que quedó grabada en todos nosotros cuando pasó aquella catástrofe. No sé cómo fue, pero el Sr. Dooliss se enteró del sermón de tu tío y, una vez que debía estar bebido, irrumpió en la iglesia y dejó el panel reducido a trocitos. Parece que pensaba que era mágico y que, si lo destruía, seguramente se libraría del hado terrible que ya lo amenazaba. Es necesario que te diga que, antes de cometer aquel terrible sacrilegio, había sido un hombre obsesionado: odiaba la oscuridad y la temía, pensando que aquella criatura representada en el panel lo perseguía, creía que si tenía las velas encendidas, se libraría. Pero estaba tan trastornado que le parecía que aquel panel era el causante de sus terrores y, como te he dicho, irrumpió en la iglesia e intentó destruirlo.

Y ahora te explicaré por qué he dicho que lo intentó. Cierto que a la mañana siguiente, cuando tu tío fue a la iglesia a decir maitines, lo encontró convertido en astillas y, sabiendo el miedo que provocaba el panel al Sr. Dooliss, se dirigió inmediatamente a la casa de la cantera y lo acusó de destructor. El hombre no lo negó; muy al contrario, se vanaglorió de lo hecho. Y aunque era temprano, continuó allí sentado bebiendo su whisky.

—¡Ya puedes ver que se ha hecho de la Cosa de que hablabas —le dijo— y también de tu sermón! ¡Ya ves que caso hago de las supersticiones!

Tu tío se fue sin responder a aquella blasfemia, con intención de dirigirse derecho a Penzance e informar a la policía de aquel ultraje a la iglesia; sin embargo, al salir de la casa de la cantera se metió de nuevo en la iglesia para poder dar detalles sobre los desperfectos, y se encontró con el panel en su sitio, intacto e ileso. Él, no obstante, lo había visto destrozado y el mismo Sr. Dooliss le había confesado que la destrucción era obra suya. Pero era un hecho que estaba allí, ¿y quién habría podido decir si había sido el poder de Dios o algún otro poder el que lo había recompuesto?

Así era Polearn verdaderamente, y era el espíritu de Polearn el que me hacía aceptar todo lo que me decía mi tía Hester como hecho comprobado. Había pasado de esa manera.

Y continuaba como si nada con aquella su voz tranquila:

—Tu tío reconocía que allí había intervenido algún poder que estaba por encima del de la policía y ya no fue a informar del hecho a Penzance porque habían desaparecido todas las pruebas.

Me cayó encima un súbito raudal de palabras.

—Debía haber algún error —dije— puesto que el panel no se había roto...
Ella sonrió.

—Has pasado mucho tiempo en Londres, querido sobrino...—me dijo—; déjame que te explique el resto de la historia. Aquella noche, por alguna razón, no pude dormir. Hacía mucho calor y parecía que me faltase aire. Supongo que debes pensar que el insomnio queda explicado con ese bochorno. De tanto en tanto me levantaba de la cama y me aproximaba a la ventana para intentar respirar un poco, y desde allí, la primera vez que me levanté de la cama vi que la casa de la cantera resplandecía. Pero la segunda vez me di cuenta de que estaba completamente a oscuras y, cuando me preguntaba cuál podría ser el motivo, escuché un grito terrible y, al poco, los pasos de alguien que caminaba muy deprisa por el camino que estaba al otro lado de la puerta. Mientras corría no paraba de chillar: «¡Luz, luz! ¡Dadme luz o me atrapará!». Era horrible el escucharlo y fui corriendo a despertar a mi marido, que dormía en el vestidor al otro lado del pasillo. No me demoré nada, si bien los gritos habían despertado todo el pueblo y, al llegar a la escollera, descubrió que todo había concluido. La marea se había retirado y, al pie de las rocas yacía el cuerpo del Sr. Dooliss. Seguramente debía haberse seccionado alguna arteria al chocar contra alguna de aquellas piedras tan angulosas. Se había desangrado hasta morir y, aunque era un hombre corpulento, su cuerpo parecía un saco de huesos. A pesar de todo, a su alrededor no había ningún charco de sangre, como sería de esperar. Solo la piel y los huesos, como si hubieran chupado hasta la última gota de sangre.

Me incliné hacia delante.

—Tanto tú como yo sabemos qué pasó, querido sobrino —continuó ella— o, al menos, nos lo imaginamos. Dios dispone de instrumentos para vengarse de quienes traen la maldad a lugares que son sagrados. Sus caminos son oscuros y misteriosos.

Imagino fácilmente qué hubiera pensado de tal historia si me la hubieran relatado en Londres. Existía una justificación obvia: el hombre en cuestión había sido un bebedor y, por tanto, no es extraño que los demonios del delirio lo persiguieran. Pero aquí, en Polearn, la situación era diferente.

—¿Y quién vive ahora en la casa de la cantera? —pregunté—. Hace muchos años los hijos de los pescadores me contaron la historia del hombre que la construyó y el espantoso fin que tuvo. Ahora ha sucedido lo mismo. No debe haber nadie que ose vivir allí de nuevo.

Le leí en la cara, incluso antes de formularle la pregunta, que sí existía tal persona.

—Sí, vuelven a habitarla —contestó ella—, dado que la ceguera no conoce freno... No sé si te acuerdas de él. Hace muchos años ocupó la vicaría.
—John Evans —dije yo.
—Sí, un hombre agradable, por cierto. Tu tío estaba muy satisfecho por tener un inquilino tan buena persona como él. Y ahora...
Se levantó.
—Tía Hester, no deberías dejar las frases a medio decir —le recriminé.
Ella negó con la cabeza.
—Es una frase que se acabará sola —replicó—. ¡Qué noche! Debo retirarme a dormir y tú también deberías hacerlo o pensarán que queremos tener la luz encendida cuando oscurece.
Antes de meterme en la cama, corrí las cortinas y abrí las ventanas de par en par para que así el aire tibio procedente del mar entrara en el dormitorio. Al contemplar el jardín, la luz de la luna iluminó el techo, brillante por el rocío, del cobertizo donde había vivido tres años. Como todo lo demás, me transportó a los viejos tiempos que ahora revivía, como si formaran una sola pieza con el presente y no existiera una laguna de más de veinte años separándolos. Estos dos espacios de tiempo se ajustaban como gomitas de mercurio que se reúnen para formar una luminosa esfera llena de misteriosas luces y reflejos.

Alzando un tanto los ojos, vi sobre la negra pared de la colina las ventanas de la casa de la cantera aún iluminadas.

La mañana, como suele pasar tantas veces, no rompió la ilusión. Cuando comencé a recobrar la consciencia, me imaginé que volvía a ser un niño y despertaba en el cobertizo del jardín y aunque, al despertarme completamente, aquella ilusión me hizo reír, el hecho en el que se basaba era real. Ahora como entonces, solo, era necesario hallarse aquí, recorrer de nuevo los acantilados y escuchar el estallido de las vainas entre los arbustos; pasearse por la costa hasta la cueva donde tomar el baño, flotar, dejarse llevar por el agua, nadar en la marea caliente y tostarse sobre la arena, contemplar las gaviotas que van pescando, vagar por la punta de la escollera con los pescadores, ver en sus ojos y escuchar en sus tranquilas palabras que hay cosas secretas que, sin ellos saberlo, forman parte de sus instintos y de su propia esencia. Había en mí poderes y presencias; los blancos chopos erguidos junto al riachuelo que borboteaba por el valle lo sabían y de tanto en tanto soltaban un centelleo, como la chispa de blancura que se observaba bajo las hojas, que lo demostraba; incluso las piedras que pavimentaban la calle estaban impregnadas de ello...

Yo no quería otra cosa que tenderme allí e impregnarme. Ya lo había hecho, de niño, de una manera inconsciente, pero ahora el proceso debía ser consciente. Debía saber qué sacudida de fuerzas, fructíferas y misteriosas, hervían al mediodía en las laderas de la colina y centelleaban de noche sobre el mar. Era factible conocerlas, incluso era posible dominarlas por quienes eran maestros en sortilegios, pero nunca podía hablarse de ellas, porque habitaban la parte más interior, estaban injertadas en la vida entera del mundo.

Existían oscuros secretos del mismo modo que hay poderes claros y amables, y sin duda pertenecía a esos aquel «Negotium perambulans in tenebris» que, aunque poseedor de una mortal malignidad, no podía ser considerado únicamente como un mal, sino como vengador de hechos sacrílegos e impíos... Todo esto formaba parte del hechizo de Polearn, y sus semillas hacía mucho tiempo que residían, aletargadas, en mí interior. Ahora, empero, rebrotaban. ¿Quién podía pronosticar qué extraña flor se abriría en sus tallos? No tardé mucho en encontrar a John Evans. Una mañana, mientras estaba tumbado en la playa, se me acercó arrastrando los pies por la arena un robusto hombre de mediana edad con rostro de Sileno. Al estar más cerca se paró, frunció las cejas y me miró fijamente.

—Vaya, ¿no eres aquel chico que vivía en el jardín del vicario? —me preguntó—.¿No sabes quién soy?

Lo supe al escuchar su voz. Esta fue la que me informó y, al reconocerla, vi los rasgos de aquel chico fuerte y despierto convertidos en grotesca caricatura.

—Sí, tú eres John Evans —le respondí—. Eras muy amable conmigo, solías hacerme dibujos.
—Así es y ahora te los volveré a hacer. ¿Te has bañado? Es algo arriesgado. Nunca se sabe qué anida en el mar, ni tampoco en tierra, la verdad sea dicha. No es que yo haga caso de esto. Me dedico sólo al trabajo y al whisky. ¡Ay, Dios mío! Desde la última vez que te vi he aprendido bastante a pintar, y también a beber, si te soy franco. Ya sabes que vivo en la casa de la cantera y debo decir que es un lugar que te provoca sed. Vente y le echarás un vistazo, si te parece bien. Te has instalado con tu tía, ¿no?. Podría pintarle un buen retrato, posee una cara interesante, y sabe un montón de cosas. Quienes viven en Polearn deben saber muchas cosas, aunque yo no haga demasiado caso de este tipo de asuntos.

No sabría decir si alguna vez había sentido repulsión y atracción al mismo tiempo como en esa ocasión. Tras aquel grosero rostro se escondía algo que horrorizaba y fascinaba a la vez. Con su hablar ceceante sucedía lo mismo. En cuanto a sus pinturas, ¿cómo debían ser éstas?

—Justamente pensaba en regresar a casa —le comenté—. Gustosamente me pasaría por allí, si no te importa.

A través del jardín descuidado y rebosante de vegetación me hizo entrar en aquella casa donde no había puesto los pies en toda mi vida. Un gato gris muy grande tomaba el sol en la ventana y una vieja servía la comida en un rincón de la helada estancia situada tras la puerta de entrada. Sus paredes eran de piedra, y unas molduras llenas de relieves se engastaban en los muros, fragmentos de gárgolas e imágenes escultóricas que testificaban su procedencia de la iglesia derruida. En un rincón se hallaba una tabla de madera oblonga y decorada con relieves, cargada con toda la parafernalia del oficio de pintor y, apoyadas en las paredes, un grupo de telas.

Acercó su dedo gordo a la cabeza de un ángel que formaba parte del anaquel de la chimenea y, riéndose dijo:

—Un aire de santidad, por eso intentamos atenuarlo por lo que respecta a los propósitos ordinarios de la vida con un arte de un tipo muy distinto. ¿Quieres beber algo? ¿No? Entonces puedes ir repasando mis pinturas mientras me acicalo un poco.

Tenía motivos para sentirse orgulloso de su talento: sabía pintar y, por lo que se veía, pintaba cualquier tema, pero no había visto yo nunca pinturas tan inexplicablemente malévolas. Había estudios exquisitos de árboles, pero te dabas cuenta que algo acechaba desde sombras temblorosas. Había un dibujo del gato tomando el sol en la ventana, tal como antes lo había visto y, a pesar de todo, no era un gato sino una bestia de espantosa malignidad. Había un chico desnudo tumbado en la arena y no era un ser humano, sino una ser maligno recién salido del mar. Había sobre todo pinturas del jardín rebosante de plantas, aquel jardín que parecía una selva, y vislumbrabas entre los arbustos presencias preparadas para arrojarse sobre ti...

—Bien, ¿te gusta mi estilo? —me preguntó levantándose con el vaso en la mano. No había diluido el vaso de alcohol que se había servido—. Intento captar la esencia de lo que veo, no simplemente la piel y la envoltura, sino la naturaleza, el centro de donde sale y aquello que lo origina. Tienen mucho en común un gato y una fucsia, si los observas con atención. Todo surgió del limo del pozo y todo retornará allí. Me gustaría pintar tu retrato algún día. Como dijo el loco, nada más debes sonreír al espejo porque en él se refleja la Naturaleza.

Tras aquel primer encuentro, lo vi de tanto en tanto durante los meses de aquel maravilloso verano. A menudo se encerraba en su casa y pintaba durante días y días; otras veces lo encontraba algún atardecer vagando por la escollera, siempre solo, y aquella repulsión y aquel interés que me inspiraba crecían a cada encuentro. Parecía avanzar más y más por aquel camino de conocimientos secretos que lo conducía al santuario del mal donde lo esperaba la iniciación completa... Y de pronto llegó el final.

Me tropecé con él un atardecer de octubre en los acantilados, cuando el sol de la tarde aún brillaba en el cielo, pero con sorprendente rapidez llegó desde el Oeste la negrura de una nube tan espesa como nunca nadie había visto. El cielo absorbió la luz, y la oscuridad cayó en capas cada vez más espesas. Súbitamente, él se dio cuenta.

—Debo volver tan rápido como pueda —me dijo—. Dentro de unos minutos será de noche y la criada esta fuera. No encenderá las luces.

Y marchó con una extraordinaria agilidad tratándose de una persona que camina arrastrando los pies y que a duras penas puede levantarlos. No tardó nada en ponerse a correr atropelladamente. En medio de la creciente oscuridad pude observar que tenía la cara húmeda por el sudor de un inexplicable terror.

—Debes acompañarme —me dijo jadeando—, porque cuanto antes encendamos las luces, mejor. No puedo permanecer sin luz.

Me esforcé en seguirlo, pues parecía que el terror le diera alas. A pesar de todo, fui tras él y, cuando llegué a la puerta del jardín, ya había recorrido la mitad del camino que conducía a la casa. Lo vi entrar, dejar la puerta bien abierta y hurgar en las cerillas. Pero la mano le temblaba de tal modo que era incapaz de trasladar la llama a la mecha de las
luces.

—Pero, ¿por qué tienes tanta prisa? —le pregunté.
De pronto observó la puerta abierta detrás mío y saltó de la silla que tenía al lado de la mesa —aquella mesa que en otro tiempo fuera altar de Dios— dejando escapar un bufido y un grito.
—¡No, no! —exclamó—. ¡Vete!...

Al girarme, vi lo que él estaba contemplando. La Cosa había entrado y ahora reptaba por el suelo dirigiéndose hacia él, como una oruga gigante. Emanaba una luz fosforescente y fría, y aunque la oscuridad exterior se había convertido en negrura, podía ver claramente a aquel ser gracias a la luz terrible de su propia presencia. Salía también de ella un olor de corrupción y putrefacción, de limo que ha permanecido largo tiempo bajo el agua. Parecía no tener cabeza, si bien delante se le apreciaba un orificio de piel arrugada que se abría y cerraba, todo lleno de babas en derredor. No tenía pelo y, respecto a la forma y la textura, parecía una babosa.

Cuando avanzaba, la parte delantera se alzaba del suelo, como una serpiente que se prepara a atacar, y se aprestaba a dirigirse hacia él...

Al ver aquello y al oír los alaridos agónicos que profería, el pánico que se había apoderado de mí se transformó en una valentía sin esperanza y, con manos impotentes y paralizadas, quise coger la Cosa. Pero no me fue posible: aunque allí había un elemento material, resultaba imposible sujetarlo y las manos se me hundían en un fango espeso. Era luchar contra una pesadilla.

Me parece que sólo transcurrieron escasos segundos antes de que todo terminara. Los gritos de aquel desgraciado se volvieron gemidos y murmullos cuando la Cosa le cayó encima. Todavía jadeó una o dos veces antes de quedar inmóvil.

Durante un momento más largo aún escuché ruidos de chapoteo y de sorber, hasta que la Cosa se deslizó silenciosamente por el suelo de la misma manera que había entrado. Encendí aquella luz donde había visto al hombre hurgando y allí en el suelo lo encontré: tan sólo un arrugado saco de piel que contenía unos puntiagudos huesos.
E.F. Benson (1867-1940)



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No desperteis a los muertos: Ernst Raupach




No desperteis a los muertos.
Laβ die Toten Ruhn, Ernst Raupach (1784-1852)

Walter suspiraba dolorosamente por el fallecimiento de su amada esposa Brunilda. Era medianoche y estaba junto a su tumba, en la hora en que el espíritu que brama en las tempestades lanza sus malditas legiones de monstruos. Se lamenta todas las noches junto a la cripta, balo los árboles helados, reclinando la cabeza sobre la lápida de su esposa.

Walter era un poderoso caballero de Burgundia. Se había casado con Brunilda en su juventud, cuando los dos se amaban con locura, pero la muerte se la arrebató de los brazos, y sufría todavía a pesar de que se casó otra vez con una bella mujer llamada Swanhilde, rubia, de ojos verdes y un tono rosado en las mejillas, que le había dado un varón y una niña y que era todo lo contrario de la esposa muerta.

Walter no hallaba reposo, seguía amando a Brunilda y deseaba con toda su alma tenerla junto a él. Constantemente comparaba a su esposa viva con la muerta. Swanhilde notaba el cambio en su esposo y se esmeraba por atenderlo; pero de nada servía, ya que la obsesión de Walter era tener a Brunilda otra vez, y esa idea fija, constante, se había apoderado de su alma. Todas las noches visitaba la tumba de su hermosa esposa y le preguntaba con tristeza:

-¿Dormirás eternamente?

Ahí estaba Walter, acostado sobre la tumba. Era medianoche, cuando un hechicero de las montañas entró al cementerio para recoger las hierbas que sólo crecen en las tumbas y que están dotadas de un terrible poder. Se acercó a aquella en que Walter lloraba y le preguntó:

-¿Por qué, infeliz, te atormentas así? No debes lamentarte por los muertos, pues tu también morirás algún día. Al llorar por ellos no los dejas descansar.
-El amor es la fuerza más grande que hay en el universo y yo amaba a la que aquí está pudriéndose. Quisiera que regresara conmigo. -le respondió Walter con pena y necedad.
-¿Crees que va a despertar con tus lamentos? ¿No vez que perturbas su calma?
-¡Vete, anciano, tu no conoces el amor! ¡Si yo pudiera abrir con mis manos la tierra y devolverle la vida a mi querida Brunilda, lo haría a cualquier precio! -le gritó Walter.
-Ignorante, no sabes lo que dices, te estremecerías de horror ante la resucitada. ¿Piensas que el tiempo no degrada los cuerpos? Tu amor se convertiria en odio.
-Antes se caerían las estrellas del cielo. Yo reventaría mis músculos y mis huesos si ella resucitara; jamás podría odiarla.
-Hablas con el corazón caliente y la cabeza hirviendo. No quiero desafiarte a devolvértela: pronto te darías cuenta de que no miento -dijo el anciano.
-¿Resucitarla? -Gritó Walter, arrojándose a los pues del mago- Si eres capaz de tal maravilla, ¡hazlo!, hazlo por estas lágrimas, por el amor que ya casi no vive sobre la Tierra. Harías la mejor obra de bien en tu vida.
-Calma, si decides que así sea, regresa a medianoche; pero, te lo advierto: ¡No desperteis a los muertos!

Walter regresó a su casa, pero no pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, justo a medianoche, esperaba al hechicero junto a la tumba.

-¿Haz considerado lo que te dije? -Le pregunto el anciano.
-Si, lo he pensado. Devuélveme a la dueña de mi corazón, te lo suplico. Podría morir esta noche si no cumples tu promesa.
-Bien -Le dijo el viejo- sigue recapacitando y regresa aquí mañana a medianoche. Te daré lo que tu pides, sólo recuerda algo: ¡No desperteis a los muertos!

A la noche siguiente apareció el hechicero y dijo:

-Espero que hayas pensado bien la situación. Regresar a un muerto a la vida no es cosa de juego. Esta será la última vez que te lo diga: ¡No desperteis a los muertos!
-¡Basta, mi amada no tendrá paz en esa tumba helada, tienes que regresármela, me lo haz prometido! -le gritó Walter lleno de ansiedad.
-¡Recapacítalo, no podrás separarte de ella hasta la muerte, aunque la repugnancia y el odio se apoderen de tu corazón! Solo habría un medio espantoso de lograrlo y no creo que tu quieras oír hablar de eso.
-¡Anciano imbécil, devuélveme a Brunhilda! ¿Cómo podría odiar lo que más he amado? -aulló Walter con desesperación.
-Está bien. Puesto que así lo quieres, ¡sea!¡retrocede!

El hechicero dibujó un círculo alrededor de la tumba y una tempestad se desató. Alzó los brazos al cielo y comenzó a gritar frases en una lengua que no era humana. Los búhos comenzaron a volar de los árboles. Las estrellas se ocultaron detrás de las nubes. La lápida que cubría la tumba comenzó a moverse y se abrió paso hacia la superficie. En el hoyo, el anciano tiró varias hierbas mientras seguía murmurando con los ojos en blanco. Un viento rápido y helado salió del sepulcro al mismo tiempo que cientos de gusanos escalaban la tierra. De pronto las nubes se apartaron y la luna bañó la sepultura vacía. Sobre ella, el hechicero vertió sangre fresca contenida en una calavera y exclamó:

-Bebe, tú que duermes, bebe esta sangre caliente para que tu corazón pueda latir otra vez.

Como volcán que hace erupción, se levantó Brunilda, empujada por una fuerza invisible, de la noche eterna en la que estaba sepultada. Tenía el pelo negro como la tormenta, ojos azules y una piel muy blanca. El anciano hechicero la tomó de la mano y la llevó hasta Walter.

-Recibe otra vez a la que amas. ¡Espero que nunca vuelvas a necesitar mi ayuda! De ser así, me encontrarás en las noches de luna llena en las montañas, donde los caminos se cruzan -diciendo esto, se alejó con paso lento.
-¡Walter! -exclamó Brunilda- llévame pronto al castillo en las montañas.

Walter saltó sobre el caballo y, tomando a su amada, galopó en dirección a las montañas solitarias, donde tenía un castillo oculto. Ahí había vivido con Brunilda. Sólo el viejo criado los vio llegar. Fue amenazado de inmediato por el patrón, quien le ordenó guardar silencio.

-Aquí estaremos bien -dijo Brunilda -hasta que mis ojos puedan ver la luz nuevamente.

Mientras residían en el castillo, los pocos criados ignoraban por completo que su antigua ama hubiera resucitado. Sólo el viejo sirviente sabía la verdad y era el que les llevaba agua y la comida. Los primeros siete días vivieron a la luz de las velas, con todas las cortinas cerradas; los siguientes siete se abrieron las ventanas más altas, de modo que sólo entraba la tenue claridad del amanecer o del anochecer. Walter nunca se apartaba de su querida Brunilda. No obstante, sentía un escalofrío que le impedia tocarla y no sabía por qué, pero tan grande era su amor que no le importaba. Estaba seguro de que esto era mejor que el pasado. Su esposa era aún mas bella que cuando estaba viva la primera vez, su voz era más dulce, sus palabras fluían con emoción y toda ella lo fascinaba hasta la locura.

Brunilda constantemente hablaba de los amores que habían tenido en el pasado, haciendo a Walter emocionantes promesas que pronto realizarían. Su amor sería el amor más grande que hubiera conocido el mundo. Así embriagaba a su amado de esperanzas para el futuro. Sólo cuando hablaba del cariño que sentía por él, dejaba aparecer la parte terrenal; de otro modo discutía sin cesar de asuntos espirituales, eternos y proféticos.

Todos los días dormían juntos. Walter sentía la necesidad de enamorar a su esposa, compenetrarse con ella como lo hacía antes, pero Brunilda se apartaba bruscamente de la cama y le explicaba:

-Así no querido. ¿Cómo podría yo, que he regresado de la muerte, para estar contigo, ser tu amante mientras tienes una sucia mujer que se hace llamar tu esposa?

Walter había enloquecido y estaba dispuesto a todo. Un día, arrebatado por la pasión, abandonó el castillo y cabalgó con furia por entre los bosques y las montañas hasta que llegó a su casa, donde su esposa Swanhilde lo recibió con cariños y palabras bellas, al igual que sus hijos. Pero nada pudo calmarlo ni reprimir su cólera. Expuso a su esposa que lo mejor era que se separaran para que cada quien pensara las cosas con calma y vieran si realmente se querían o no. Swanhilde, llena de comprensión, le dijo que estaba bien.

Al otro día, Walter había conseguido el acta de separación que decía que ella debería regresar a casa de sus padres. Los niños se quedarían en el castillo. Entonces Swanhilde le dijo:

-Sospecho que me dejas por el amor de Brunilda, a quien no puedes olvidar. Te he visto ir al cementerio y rondar su tumba. ¿No me digas Walter, que has osado juntar a los vivos con los muertos? ¡Eso causaría tu destrucción!

Walter recordó que lo mismo le había sentenciado el hechicero, pero no lo tomó en cuenta. Hizo redecorar el palacio al gusto de la nueva dueña. La resucitada ingresó por segunda vez a su mansión como esposa. Walter les dijo a todos los criados del palacio que era una nueva novia que había traído de tierras lejanas, pero los habitantes del castillo veían el extraño parecido que había entre la señora y su antigua ama Brunilda. Sus almas se llenaron de espanto, pues esperaban lo peor y, entre la servidumbre, corría el rumor de que su amo había desenterrado a la antigua esposa de su tumba y con poderes mágicos la había hecho vivir nuevamente.

La nueva ama nunca llevaba otro vestido que no fuera su túnica gris pálido, no usaba joyas de oro como las grandes señoras, sino turbias alhajas de plata de manera de cinturón y aretes; opacas perlas cubrían su pecho. Brunilda sólo salía en los atardeceres e impuso mano dura a todos los criados que la rodeaban. Era una mujer cruel que castigaba sin pretexto y por placer. Tenía el poder de la vida o la muerte sobre ellos.

En otro tiempo el castillo estuvo poblado de alegría, pero ahora sus moradores tenían la cara demacrada por el temor; se estremecían cada vez que se cruzaban con Brunilda. Muchos criados cayeron enfermos y murieron. Aquellos que la veían a los ojos se convertían en esclavos de sus caprichos. La mayoría intentó huir del castillo. Sólo algunos eran conservados con vida, los ancianos.

Los poderes que el hechicero había dado a Brunilda con el alimento humano había recompuesto su cuerpo corrupto. Sólo una bebida mágica podía conservarla con vida, una opción maldita: sangre humana, bebida aún caliente de venas jóvenes.

Ya deseaba comenzar a beber esa sangre, la de Walter, pero tenía que esperar hasta que fuera la noche de luna llena. Una tarde, repleta de ansiedad, vagaba por el bosque y se encontró con un pequeño niño de cachetes rosados. Lo atrajo hacia ella con caricias y regalos y lo llevó a una estancia apartada de la vista humana para succionar la sangre de su pecho. Después de esa indigna acción, ya nadie estuvo a salvo de sus ataques. Todo humano que se acercaba a ella era narcotizado con la fragancia de su aliento. Niños, jóvenes y doncellas se marchitaban como flores. Los padres resentían horror ante aquella plaga que hacía estragos en la vida de sus hijos.

Pronto empezaron a circular rumores. Se creía que ella era la causante de la peste mortífera, pero en las víctimas no había huella alguna que la incriminara y nadie la había visto haciendo esas aberraciones. Entonces el remedio radical: los padres abandonaron el pueblo, dejando sus casas vacías y las tierras sin trabajar. El castillo quedó desolado y el pueblo también, sólo permanecieron los ancianos decrépitos y sus esposas.

El único que no veía la muerte a su alrededor era Walter. Estaba entregado a su pasión, por sobre todas las cosas, por Brunilda, quien lo amaba con una ternura que nunca antes había mostrado. Hasta ahora no había necesitado de su sangre; pero ella no dejaba de advertir con pesadez que sus fuentes de vida se agotaban; pronto ya no habría sangre fresca y joven, excepto la de Walter y sus hijos. Al regresar al castillo, Brunilda había sentido el rechazo por los hijos de una extraña y los había dejado relegados a los cuidados de una sirvienta vieja. Pero la necesidad hizo que pronto se ganara el amor de los niños; los dejaba dormirse en su pecho, les contaba historias, jugaba con ellos y los adormecía con la mirada y el aliento.

Lentamente iba extrayendo de los infantes el flujo vital que la mantenía viva y hermosa. Poco a poco las fuerzas de los chiquillos fueron desapareciendo, sus risas alegres se habían transformado en débiles sonrisas. Las nodrizas estaban preocupadas y temían que todos los rumores fueran verdad. No se atrevían a decirle nada a su patrón. El varoncito murió primero. Después su hermanita lo acompañó a la tumba. Walter se llenó de pena por la muerte de sus hijos y su tristeza disgustó fuertemente a Brunilda, que lo regañaba:

-¿Por qué lamentarse tanto? ¡Seguramente te recuerdan a su madre! ¿O ya estás harto de mí? -le decía la hermosa mujer con los ojos inyectados de odio.

Walter era un esclavo. Perdonó las ofensas de su esposa y le pidió disculpas. Pronto volvían a vivir en la locura del amor de la muerte. Con todo, sólo quedaban él para saciar la sed de aquella bestia infernal. Las criadas eran demasiado viejas y su sangre no servía. Brunilda lo sabía y no le importaba, pues pensaba que al morir Walter, conquistaría a otros hombres e irían a nuevos pueblos en búsqueda de sangre jóven.

En las noches, cuando dormía profundamente narcotizado, ella adhería los colmillos a su pecho. Walter resentía la falta de sangre y salía a dar largos paseos por la montaña buscando reponer su salud. Atribuía su debilidad a la falta de alimentación; nada sospechaba. Un día estaba tumbado a la sombra de un árbol y un raro pájaro pasó volando, dejando caer una raíz seca, rosácea, a sus pies. Tenía un aroma delicioso e irresistible. La masticó y sintió que su boca se llenaba de hiel amarga, entonces arrojó lejos la raíz que pudo haberlo salvado del hechizo en el que lo sumía su esposa.

Esa misma tarde, Walter regresó al castillo. El mágico perfume de Brunilda no surtió efecto alguno sobre el hombre y por primera vez en muchos meses durmió un sueño natural. Comenzó a sentir un agudo dolor en el pecho, abrió los ojos y vio la imagen más horrible y aterradora de su vida: los labios de Brunilda succionando la sangre caliente que salía de su pecho. Gritó con horror y Brunilda se apartó con la sangre escurriéndole por la boca.

-¡Demonio! ¿Así es como me amas? -rugió Walter.
-Te amo como aman los muertos -respondió con frialdad la mujer.
-Sangriento monstruo, ahora lo comprendo. Tú mataste a mis hijos, tú eres esa peste de la que hablaba el pueblo.
-Yo no los he asesinado. Tuve que sacrificar sus vidas para satisfacer tus placeres. ¡Tu eres el asesino! -gritó Brunilda con los ojos helados.

Las sombras amenazadoras de todos los muertos fueron convocadas ante los ojos de Walter por las terribles y verdaderas palabras de Brunilda.

-Querías amar a una muerta, acostarte con ella. ¿Que esperabas?
-Maldita! -gritó y echó a correr fuera del cuarto mientras se maldecía.

Al amanecer, Walter despertó en los brazos de Brunilda. Una larga cabellera negra envolvía su cuerpo, la fragancia de su aliento lo condenaba al estupor. Enseguida se olvidó de todo y se dedicó al placer con la muerta en vida. Cuando el efecto del hechizo pasó, el terror era diez veces más fuerte. Como era de día, Brunilda dormía. El hombre se refugió en las montañas, lejos de la vampira. ¡Pero era en vano! Cuando despertó, estaba en brazos de Brunilda, comprendiendo que asi seria para siempre.

Sin embargo, intentaba huir todos los días, luchando contra la muerte. Walter se refugió en uno de los rincones mas oscuros del bosque, donde la luz nunca llega. Escaló una roca mientras llovía intensamente y las nubes le enseñaban las caras de las víctimas de su esposa. En ese instante la luna emergió de las altas montañas y aquella visión le recordó al hechicero. Se dirigió con decisión a aquel lugar donde se juntan los caminos; no estaba lejos. Cuando llegó, encontró al anciano sentado en una roca, lleno de paz. Walter le gritó, tirándose al piso:

-¡Sálvame, por piedad, sálvame de ese monstruo que sólo sabe sembrar la muerte!
-¿Comprendes ahora cuán importante era mi advertencia de dejar a los muertos descansar? -le dijo el anciano.
-¿Por qué no impusiste ante mis ojos todos los horrores que iban a suceder, todos los asesinatos y la maldad que estaban desencadenando? -preguntó Walter, sollozando.
-¿Es que acaso escuchabas algo que no fuera tu propia voz, tu pasión desmedida?
-Es verdad. Pero ahora te pido, por lo que más quieras, que me ayudes -suplicaba Walter agonizando.
-Bien, te voy a decir lo que debes hacer. Es terrible. Sólo en las noches de luna llena duerme un vampiro el sueño humano. En ese momento pierde todos sus poderes y esa noche... ¡deberás matarla!.Lo harás con una afilada estaca que yo mismo te daré. Renunciarás para siempre a ella, jurando al cielo no volver a invocar su recuerdo ni mencionar su nombre o, de lo contrario, la maldición se repetirá, ¿esta claro? -preguntó el anciano hablando con autoridad.
-Lo haré, noble hechicero, haré todo lo que tú me digas para librarme de ese monstruo, pero ¿cuando sera luna llena?
-Faltan 15 días.
-¡Oh, imposible! Sus poderes me arrastraran hasta ella y me matará.
-Te esconderé en esta cueva, aquí te quedarás los quince días. En este tiempo tendrás techo y comida; por ningún motivo debes asomarte fuera de aquí. Yo volveré la noche de luna llena.

Pasó Walter el tiempo convenido en la cueva, sin moverse de su sitio, pues el inmenso temor que sentía paralizaba sus miembros. Todas las noches se le aparecía Brunilda como en sueños llamándolo por su nombre, prometiéndole que todo iba a cambiar, pidiéndole que regresara. De ese modo lo abrumaba, sumiendo a Walter en la locura. Hasta que por fin llegó la luna nueva. El hechicero entró en la caverna alumbrado por el astro y tomó a Walter por el brazo. Se dirigieron caminando al castillo en medio de la noche. Todas las puertas del palacio se abrían sin necesidad de tocarlas, tal era la magia del hechicero. Llegaron al aposento de Brunilda. Dormía, bella, hermosa, con un sueño ligero. ¿Quién podria pensar que aquella adorable criatura era un pavoroso vampiro?

Walter tenía los ojos llenos de amor. Levantó la estaca sobre su cabeza y, asestando un golpe tremendo, la hundió en el pecho de la vampira hasta atravesarla por completo, mientras le gritaba:

-¡Te condeno para siempre!
Brunilda alcanzó a abrir los ojos y decirle a Walter.
-Conmigo te condenas.

El hombre colocó su mano sobre el pecho de la mujer pronunciando el juramento que le había dicho el anciano:
-Jamás evocaré tu amor, jamás pronunciaré tu nombre... te condeno.
-Muy bien -le dijo el hechicero -todo ha terminado. Ahora debemos devolverla a donde pertenece y de donde no debió haber salido. Nunca olvides tu juramento. No volverás a verme jamás -y diciendo esto, desapareció de improviso ante los ojos del hombre.

La espantosa difunta estaba otra vez en su tumba, pero su imagen perseguía a Walter sin descanso, convirtiendo su vida en un eterno combate. La muerta le decía todo el tiempo:

-¿Perturbaste mi sueño eterno para asesinarme?

Walter siempre debía responderle: "Te condeno para siempre". Pero la imagen no se iba y aquel juramento estaba todo el tiempo sobre sus labios. Vivía afligido por el miedo de despertar un día y verse en brazos de la vampira. Además de esto, las imágenes de las víctimas de Brunilda se le aparecían gritándole:

-¡Conmigo te condenas!

El castillo de Walter estaba desierto y en ruinas, como si la guerra y la peste hubieran pasado por ahí. En medio de su soledad, quiso pedir perdón a Swanhilde y regresar con ella, pero la bella dama sabía que sus hijos habían muerto y lo despreciaba con rencor. Así, Walter solo como un perro, vagaba día y noche por los alrededores del castilllo.

Una mañana vio pasar a varios jinetes cabalgando. A la cabeza iba una bella mujer montada en un caballo negro y detrás de ella venían con alegría damas y caballeros. Walter los llamó y, después de saludarlos con agrado, los invito a comer al castillo. Aceptaron gustosos. Parecía que la vida había regresado al palacio. Todo era júbilo y gozo. Walter insistió en que se quedaran con él una semana; ya había contratado un nuevo ejército de criados que cuidaban todos los caprichos de cada invitado, e igualmente no dudaron en decirle que sí. Walter sentía tanta confianza por la mujer del caballo negro, que le había contado su historia y la de Brunilda. Ella lo consoló con toda clase de palabras y frases de afecto. Así transcurrieron los días, hasta que le pidió a la extraña que se casara con él. Ella accedió de inmediato y siete días después celebró la boda con una gran fiesta, que duró cuatro días con sus noches.

El castillo se vio envuelto en un salvaje desenfreno de alcohol y lujuria. Parecía que el demonio mismo asistía a aquella celebración. Walter condujo a su mujer al cuarto. Cuando la recostó sobre la cama, ella transformó sus brazos en una gigantesca serpiente que con sus siete anillos envolvió el cuerpo del pobre hombre triturándole los huesos, al tiempo que comenzaba el fuego en la habitación.

Pronto quedó en llamas, la torre del castilllo se desmoronó sepultando bajo sus escombros al agonizante Walter y, cuando estaba a punto de morir, una voz atronadora gritó:

!No desperteis a los muertos!

Ernst Raupach (1784-1852)





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