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El horror del montículo.




The horror from the mound, Robert E. Howard (1906-1936)

Steve Brill no creía en fantasmas ni demonios. Juan López sí. Pero ni la cautela de uno ni el inconmovible escepticismo del otro iban a escudarles del horror que cayó sobre ellos, el horror que los hombres habían olvidado durante más de trescientos años, la espantable criatura monstruosamente resucitada de eras negras y perdidas. Y, sin embargo, mientras aquella tarde Steve Brill se hallaba sentado en la algo desvencijada escalera de su casa, sus pensamientos estaban tan lejos de amenazas sobrenaturales como puedan llegar a estarlo los de hombre alguno. Lo que tenía en mente era amargo, pero de orden material. Examinaba con la vista su granja y maldecía. Brill era alto, enjuto y duro como el cordobán, un auténtico hijo de los pioneros de cuerpos férreos que le arrancaron el oeste de Texas a la naturaleza salvaje. Tenía la piel atezada por el sol y era fuerte como un cornilargo. Sus esbeltas piernas calzadas con botas mostraban sus instintos de cowboy y, en esos momentos, se maldecía por haber dejado la silla de montar de su resabiado mustang convirtiéndose en granjero. No tenía madera de granjero, admitió con un juramento el combativo joven.



Con todo, la culpa no era del todo suya. Un invierno de lluvias abundantes, cosa tan rara en el oeste de Texas, había prometido buenas cosechas. Pero, como de costumbre, habían ocurrido cosas imprevistas. Un temporal tardío había destruido todos los frutos en sazón. El cereal, que había tenido un aspecto tan prometedor, había sido hecho pedazos y aplastado por granizadas terroríficas justo cuando empezaba a volverse de color amarillo. Un periodo de intensa sequía, seguido de otro temporal, había acabado con el maíz. Y luego el algodón que, de algún modo, había logrado resistirlo todo, cayó ante una plaga de saltamontes que dejó desnudo el campo de Brill en apenas una noche. Así fue como Brill llegó a su actual situación, sentado, jurándose que no renovaría su arriendo, agradeciendo fervorosamente que la tierra en la que había malgastado sus sudores no fuese suya, y que hubiese aún grandes extensiones hacia el oeste donde un hombre joven y fuerte podía ganarse la vida cabalgando y cazando las reses a lazo.



Sentado, entregado a sus lúgubres pensamientos, Brill vio acercarse a su vecino Juan López, un viejo y taciturno mexicano que vivía en una choza justo al otro lado de la colina, cruzando el arroyo, y que apenas si lograba ganarse la vida. En los últimos tiempos estaba roturando una porción de tierra en una granja adyacente y, al volver a su choza, cruzaba una de las esquinas del prado de Brill. Brill, distraído, le vio franquear la valla de alambre de espino y seguir el sendero que sus viajes anteriores habían trazado entre la hierba rala y reseca. Llevaba ya un mes entregado a su actual quehacer, derribando los retorcidos troncos de los mezquites y cavando hasta extraer sus raíces, increíblemente largas. Brill sabía que siempre seguía el mismo camino para volver a su hogar. Y, observándole, Brill se percató de que se desviaba a un lado, aparentemente para evitar un pequeño montículo redondeado que se alzaba por encima del nivel de los pastos. López dio un amplio rodeo alrededor de ese punto y Brill recordó que el viejo mexicano siempre ponía una buena distancia entre él y el lugar. Y otra cosa pasó por la distraída mente de Brill: que López siempre apretaba el paso cuando cruzaba junto al montículo, y que siempre se las arreglaba para hacerlo antes de la puesta del sol, aunque los aparceros mexicanos acostumbraban a trabajar desde la primera luz del alba hasta el último destello del crepúsculo, especialmente en aquellos trabajos de limpieza de terrenos, en los que cobraban por acres y no por días. A Brill se le despertó la curiosidad.



Se puso en pie y bajó a saltos la no muy pronunciada ladera sobre la que se alzaba su vivienda, llamando al mexicano que se alejaba con paso cansino.



—Eh, López, espera un minuto.



López se detuvo, mirando a su alrededor, y permaneció inmóvil, sin dar muestras de interés alguno, mientras el hombre blanco se le aproximaba.

—López —dijo Brill, arrastrando las palabras—, no es que sea asunto mío, pero quería hacerte una pregunta, ¿cómo es que siempre das tanta vuelta alrededor de ese viejo montículo indio?

—No sabe —gruñó lacónicamente López.

—Eres un mentiroso —respondió jovialmente Brill—. Ya lo creo que sabe; hablas el inglés igual de bien que yo. ¿Qué pasa, crees que ese montículo está encantado o algo parecido?



Brill podía hablar y leer castellano pero, como la mayoría de los anglosajones, prefería hablar en su propia lengua. López se encogió de hombros.



—No es un buen lugar, no bueno —musitó, evitando mirar directamente a Brill a los ojos—. Hay que dejar que las cosas escondidas descansen.

—Apuesto a que estás asustado de los fantasmas —se burló Brill—. Cuernos, si eso es un montículo indio, los indios deben llevar tanto tiempo muertos que sus fantasmas se habrán gastado del todo.



Brill sabía que los mexicanos analfabetos sentían una aversión supersticiosa hacia los montículos que podían hallarse esparcidos por todo el suroeste... reliquias de una era perdida y olvidada, conteniendo los huesos polvorientos de los jefes y guerreros de una raza perdida.



—Es mejor no molestar a lo que se esconde en la tierra —gruñó López.

—¡Tonterías! —repuso Brill—. Yo y unos cuantos más nos metimos en uno de esos montículos, en la comarca de Palo Pinto, y sacamos trozos de esqueletos con algunas cuentas y puntas de flecha de pedernal, y cosas parecidas. Conservé algunos dientes durante algún tiempo hasta que los perdí, y nunca me persiguieron los fantasmas por eso.

—¿Indios? —resopló inesperadamente López—. ¿Quién ha hablado de indios? En esta tierra hubo otros que no eran indios. En los viejos tiempos aquí sucedieron cosas extrañas. He oído las historias de mi gente, transmitidas de generación en generación. Y mi gente ha estado aquí desde mucho antes que la suya, señor Brill.

—Sí, tienes razón —admitió Steve—. Los primeros hombres blancos que llegaron a este país fueron españoles, por supuesto. He oído decir que Coronado pasó a no mucha distancia de aquí, y la expedición de Hernando de Estrada cruzó esta zona hace..., hace mucho tiempo..., no sé cuánto.

—En mil quinientos cuarenta y cinco —dijo López—. Montaron su campamento aquí donde ahora se alza su corral.



Brill se volvió para mirar el cercado de su corral, donde se alojaban una vaca macilenta, dos caballos de tiro y su montura.



—¿Cómo es que sabes tanto de eso? —preguntó lleno de curiosidad.

—Uno de mis antepasados estuvo con Estrada —contestó López—. Un soldado, Porfirio López, le habló a su hijo de esa expedición, y éste le habló a su hijo, y así fue pasando por el linaje familiar hasta llegar a mí, que carezco de hijo al que contarle la historia.

—No sabía que fueras de tan buena cuna —dijo Brill—. Puede que sepas algo sobre el oro que se suponía que Estrada ocultó en algún lugar de por aquí.

—No había oro —gruñó López—. Los soldados de Estrada no llevaban más que sus armas, y se abrieron paso combatiendo a través de una comarca hostil... muchos dejaron sus huesos a lo largo del camino. Luego, muchos años después, una caravana de mulas de Santa Fe fue atacada por los comanches a pocos kilómetros de aquí y esos escondieron su oro y escaparon; de modo que las leyendas acabaron por mezclarse. Pero ahora ni siquiera su oro está aquí, porque los cazadores de búfalos gringos lo encontraron y cavaron hasta dar con él.



Bill asintió, abstraído, sin apenas escuchar. No hay otra parte en todo el continente norteamericano tan repleta de historias sobre tesoros perdidos o escondidos como el suroeste. Riquezas incontables atravesaron las llanuras y los montes de Texas y Nuevo México en los viejos tiempos, cuando España poseía las minas de oro y plata del Nuevo Mundo y controlaba el rico comercio de pieles del Oeste, y los ecos de esa riqueza perduran en las historias de tesoros ocultos. Un sueño huidizo, nacido del fracaso y la pobreza acuciante, tomó forma en la mente de Brill.



—Bien —dijo, alzando la voz—, como de todos modos no tengo nada más que hacer, creo que excavaré ese viejo montículo y veré lo que puedo encontrar.



El efecto de esa simple frase en López fue asombroso. Retrocedió y su rostro, tosco y atezado, cobró el color de la ceniza; sus ojos negros relampaguearon y alzó los brazos al cielo en un gesto de protesta.



—¡Dios, no! —gritó—. ¡No haga eso, señor Brill! Hay una maldición..., mi abuelo me lo contó...

—¿Qué es lo que te contó? —preguntó Brill. López se sumió en un hosco mutismo.

—No puedo decirlo —murmuró—. He jurado guardar silencio. Sólo podría abrirle el corazón a mi primogénito. Pero créame cuando le digo que más le valdría cortarse el cuello antes que entrar en ese montículo maldito.

—Bien —dijo Brill, impacientándose ante las supersticiones mexicanas—, si es algo tan malo, ¿por qué no me lo cuentas? Dame una razón lógica para no entrar ahí.

—¡No puedo decirlo! —exclamó desesperadamente el mexicano—. ¡La conozco!, pero he jurado guardar silencio sobre el Santo Crucifijo, como lo ha jurado cada hombre de mi familia. ¡Es algo tan espantoso que hasta el hablar de ello supone arriesgarse a la perdición! Si se lo contara, su alma quedaría destruida dentro de su cuerpo. Pero lo he jurado..., y no tengo hijos, de modo que mis labios están sellados para siempre.

—Bueno —dijo Brill con sarcasmo—, ¿y por qué no lo escribes?

López se quedó mirándole, sobresaltado y, para sorpresa de Steve, aceptó la sugerencia.

—¡Lo haré! Alabado sea Dios por haber hecho que el buen sacerdote me enseñase a escribir de niño. Mi juramento no decía nada de escribir. Juré solamente no hablar. Se lo pondré todo por escrito, si jura que no hablará de ello después y que destruirá el papel tan pronto como lo haya leído.

—Claro —dijo Brill, para seguirle la corriente, y el viejo mexicano pareció sentirse muy aliviado.

—¡Bueno! Iré enseguida y lo escribiré. ¡Mañana, cuando vaya a trabajar, le traeré el papel y entonces entenderá por qué nadie debe abrir ese montículo maldito!



Y López se fue a toda prisa por el sendero que llevaba hasta su casa, sus hombros encorvados balanceándose a causa del esfuerzo de su inusitada premura. Steve le vio marcharse, sonrió y, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia su casa. Luego se detuvo, volviendo la mirada hacia el pequeño montículo redondeado con los costados cubiertos de hierba. Debía de ser una tumba india, pensó, dada su simetría y su parecido a los demás montículos indios que había visto. Frunció el ceño mientras intentaba imaginar la relación que podía haber entre el misterioso otero y el marcial antepasado de Juan López. Brill miró la distante figura del viejo mexicano. Un pequeño valle atravesado por un arroyo medio seco, bordeado por árboles y maleza, se extendía entre los pastos de Brill y la colina más allá de la cual se hallaba la vivienda de López. El mexicano estaba a punto de desaparecer entre los árboles de la orilla del arroyo, cuando Brill tomó una decisión repentina.



Subió a toda prisa la ladera y cogió un pico y una pala del cobertizo que había en la parte trasera de su casa. El sol no se había puesto aún y Brill creía poder excavar lo suficiente del montículo como para determinar su naturaleza antes de que oscureciese. De lo contrario, podía trabajar a la luz de una linterna. Steve, como la mayoría de los hombres de su clase, vivía básicamente según le dictaban sus impulsos y su afán actual era abrir ese montículo misterioso y ver lo que ocultaba, si es que ocultaba algo. La idea del tesoro volvió a su mente, estimulada por la actitud evasiva de López. ¿Y si, después de todo, ese saliente de hierba y tierra amarronada escondía riquezas, metales preciosos de minas olvidadas, o monedas acuñadas en la vieja España? ¿Acaso no era posible que los mismos mosqueteros de Estrada hubiesen alzado ese túmulo por encima de un tesoro que no podían llevarse, dándole la forma de un montículo indio para engañar a los buscadores de tesoros? ¿Sabía eso el viejo López? No sería nada extraño que, aún conociendo que allí había un tesoro, el viejo mexicano se abstuviera de buscarlo. Dominado por lúgubres y supersticiosos temores, bien podía llevar una vida de labor estéril antes que arriesgarse a incurrir en la ira de los fantasmas o los diablos que estuviesen allí acechando..., pues los mexicanos dicen que el oro escondido está siempre maldito y, seguramente, alguna maldición especial debía de cernirse sobre el montículo. Bien, meditó Brill, los diablos de los latinos y los indios carecían de terrores con que asustar a un anglosajón atormentado por los demonios de la sequía, las tormentas y las malas cosechas.



Steve empezó a trabajar con la energía salvaje típica de su raza. La tarea no era fácil; el suelo, requemado ferozmente por el sol, era duro como el hierro y estaba lleno de rocas y guijarros. Brill sudaba abundantemente y gruñía a causa de sus esfuerzos, pero el fuego del cazador de tesoros le dominaba. Con brusquedad, se quitó el sudor de los ojos y clavó el pico con potentes golpes que desgarraban los terrones, convirtiéndolos en polvo. El sol se ocultó y él siguió trabajando bajo el largo y soñoliento crepúsculo veraniego, olvidando casi por completo el tiempo y el espacio. Al hallar rastros de carbón de leña en el suelo, empezó a convencerse de que el montículo era una auténtica tumba india. El antiguo pueblo que había erigido aquellos sepulcros había mantenido fuegos ardiendo sobre ellos durante días, en algún momento de la construcción. Todos los montículos que Steve había llegado a abrir contenían un grueso estrato de carbón de leña a escasa distancia de la superficie. Pero los rastros de carbón de leña que estaba encontrando ahora se hallaban esparcidos a través de todo el suelo.



Aunque su idea de un escondrijo de tesoros españoles se desvaneció, continuó excavando. ¿Quién sabe? Quizás aquel pueblo extraño al que los hombres llamaban ahora los Constructores de Montículos tenía sus propios secretos y los guardaba junto a sus muertos. De pronto, el pico de Steve resonó sobre una superficie metálica y él lanzó un grito de júbilo. Cogió el trozo de metal y se lo acercó a los ojos, intentando distinguir mejor lo que era mientras la luz se iba debilitando. Estaba cubierto de una sólida capa de óxido que lo había desgastado hasta volverlo casi tan delgado como el papel, pero reconoció el objeto como lo que era: la rueda de una espuela, inconfundiblemente española, con sus puntas aguzadas y crueles. Y se detuvo, confundido por completo. No habían sido los españoles los constructores del montículo, mostraba indicios inconfundibles de ser obra de aborígenes. Y, con todo, ¿cómo había llegado aquella reliquia de los caballeros españoles a quedar tan profundamente escondida en el suelo?



Brill meneó la cabeza y reemprendió el trabajo. Sabía que en el centro del montículo, si éste era en realidad una tumba aborigen, hallaría una pequeña cámara construida con piedras muy pesadas, conteniendo los huesos del jefe para quien había sido erigido el montículo y, por encima de él, las víctimas sacrificadas. Y, bajo la creciente oscuridad, sintió como su pico golpeaba ruidosamente sobre una superficie resistente, parecida al granito. El examen, realizado tanto mediante el tacto como con la vista, demostró que era un bloque sólido de piedra toscamente tallada. Formaba, indudablemente, una de las esquinas de la cámara mortuoria. Intentar abrirla era inútil. Brill fue escarbando a su alrededor, quitando la tierra y los guijarros de las esquinas, hasta notar que el sacarla de su sitio no iba a requerir sino deslizar bajo el bloque la punta del pico y levantarlo haciendo palanca.



Mas, repentinamente, se dio cuenta de que la oscuridad era ya completa. La luna nueva recortaba tenuemente las cosas entre la penumbra. En el corral, desde donde llegaba el tranquilizador ruido de los cansados animales masticando el grano, su mustang relinchó. Desde las sombras oscuras del retorcido arroyuelo, un chotacabras lanzó su extraño graznido. Brill se estiró, poniéndose en pie a regañadientes. Sería mejor conseguir una linterna y proseguir sus exploraciones alumbrado por su luz. Rebuscó en su bolsillo, con la vaga idea de levantar la piedra y explorar la cavidad ayudado por cerillas. De pronto, todo su cuerpo se puso rígido. ¿Era su imaginación la que le hacía oír aquel leve y siniestro arrastrarse que parecía venir de más allá de la piedra que bloqueaba la entrada? ¡Serpientes! Indudablemente, en algún lugar alrededor de la base del montículo se hallaban sus cubiles y quizás una docena de víboras cola de diamante aguardaban, enroscadas en el interior de la caverna, a que él metiese la mano entre ellas. Se estremeció ligeramente ante esa idea y se apartó de la excavación que había realizado.



No serviría de nada tantear a ciegas en esos cubiles. Y se dio cuenta de que durante los últimos minutos había tenido una vaga conciencia de que un olor débil pero repulsivo exudaba de los intersticios de la piedra que cerraba la entrada..., aunque admitió que el olor no sugería la existencia de reptiles más de lo que podría hacerlo cualquier otro olor amenazador. Había en él algo que recordaba a la pestilencia de los mataderos..., los gases formados en la cámara mortuoria, sin duda, altamente peligrosos para los seres vivos. Steve dejó su pico en el suelo y volvió a la casa, impaciente ante aquel obligado retraso. Entró en la oscura vivienda, encendió una cerilla y encontró su linterna de queroseno colgada de un clavo en la pared. Agitándola, se aseguró que estaba casi llena de aceite y la encendió. Luego volvió a marcharse, pues su impaciencia no le permitía detenerse para comer algo. Abrir el montículo le intrigaba, como debe sucederle siempre a un hombre imaginativo, y el descubrimiento de la espuela española había aguzado su curiosidad.



Se apresuró a salir de casa, la linterna oscilante arrojando sombras largas y distorsionadas que le precedían y le seguían. Rió entre dientes al ver mentalmente las ideas y los actos de López cuando se enterase, por la mañana, de que el montículo prohibido había sido abierto. Brill pensó que sería bueno abrirlo esa misma noche; de haberse enterado, López podría incluso haber intentado impedirle que husmease en la tumba. Envuelto por el soñoliento murmullo de la noche veraniega, Brill llegó al montículo, alzó su linterna..., y profirió un asombrado juramento. La linterna revelaba su excavación, sus herramientas tiradas con descuido allí donde él las había dejado caer... ¡Y la negra boca de una abertura! La gran piedra que cerraba la entrada descansaba en el fondo de la excavación que él había hecho, como si la hubiesen arrojado despreocupadamente a un lado. Precavidamente, introdujo la linterna en el agujero y escudriñó con la mirada la pequeña cámara, semejante a una caverna, sin saber muy bien lo que esperaba ver. Nada hallaron sus ojos salvo los costados de una celda larga y estrecha, tallada en la desnuda piedra, lo bastante grande como para acoger el cuerpo de un hombre, que aparentemente había sido construida con bloques de piedra cuadrada, toscamente labrada, unidos de modo resistente y habilidoso.



—¡López! —exclamó Steve con furia—. ¡Sucio coyote! Seguro que ha estado viendo cómo trabajaba..., y cuando fui a buscar la linterna, se acercó con sigilo y sacó la roca, y apuesto a que cogió lo que había dentro, fuese lo que fuese. ¡Yo lo arreglaré, maldito sea su grasiento pellejo!



Con brusco ademán apagó la linterna y miró ferozmente hacia el otro extremo del vallecito repleto de maleza. Y, al mirar, se puso rígido. En una ladera de la colina, al otro lado de la cual se alzaba la choza de López, se movía una sombra. El delgado creciente de la luna nueva se estaba ocultando y el juego de luz y sombras hacía difícil ver con claridad. Pero los ojos de Steve habían sido aguzados por el sol y los vientos de las tierras salvajes, y sabía que lo que ahora desaparecía por el otro extremo de la colina cubierta de mesquites era alguna criatura provista de dos piernas.



—Llevándoselo a su choza —gruñó Brill—. Seguro que ha encontrado algo, de lo contrario no correría de ese modo.



Brill tragó saliva, preguntándose la razón de que, de pronto, le hubiese dominado un temblor tan peculiar. ¿Acaso había algo extraño en un mexicanito ladrón corriendo hacia su casa con su botín? Brill trató de ahogar la sensación de que había algo peculiar en la zancada de esa tenue sombra, que le había parecido moverse con una especie de furtivo cojeo. La velocidad debía ser necesaria cuando el viejo y fornido Juan López había decidido viajar con un paso tan extraño.



—Lo que haya encontrado es tan mío como suyo —se dijo Brill, intentando alejar de su mente el aspecto anormal que había en la huida de la figura—. He arrendado esta tierra y he hecho todo el trabajo de excavar. ¿Una maldición? ¡Y un cuerno! No me extraña que me contase todas esas tonterías. Quería que dejara el lugar en paz para que pudiese cogerlo todo él. Es raro que no lo sacara hace mucho, pero nunca se sabe con esos mexicanitos.



Brill, mientras meditaba de tal modo, bajaba a grandes zancadas por la suave ladera cubierta de pasto que conducía hasta el lecho del arroyo. Se mezcló entre las sombras de los árboles y los espesos matorrales y cruzó el seco cauce del arroyuelo, percibiendo ausentemente que ni el graznido de los chotacabras ni las llamadas de las lechuzas turbaban la oscuridad. Había un tenso sentimiento de espera en la noche que no le gustaba. Las sombras en el cauce del arroyo parecían demasiado espesas, como si contuviesen el aliento. Deseó por un momento no haber apagado la linterna, que seguía llevando, y se alegró de haber cogido el pico, que su mano derecha aferraba como si fuese un hacha. Sintió el impulso de silbar para romper el silencio y luego, con un juramento, rechazó la idea. Con todo, se alegró una vez hubo trepado a la pequeña elevación de la orilla opuesta y emergió a la claridad de las estrellas. Ascendió la cuesta y luego la colina y, desde allí, bajó la vista hacia el llano cubierto de mesquites donde se alzaba la miserable choza de López. En una ventana ardía una luz solitaria.



—Apuesto a que está recogiendo sus cosas para largarse corriendo —gruñó Steve—.Eh, qué...

Se apartó tambaleándose, como si hubiese recibido un golpe físico, cuando un espantoso alarido desgarró la calma, como si se tratase de un cuchillo. Sintió el impulso de taparse los oídos con las manos para no escuchar el horror de aquel grito, que subió insoportablemente de tono hasta quebrarse en un aborrecible gorgoteo.



—¡Santo Dios! —Steve notó que un sudor frío le cubría todo el cuerpo—. López... o alguien...

Mientras pronunciaba en un susurro tales palabras, corría por la ladera con toda la rapidez que sus piernas eran capaces. Algún horror indecible estaba sucediendo en aquella choza solitaria, pero él iba a investigar de qué se trataba aunque ello le supusiese enfrentarse con el diablo en persona. Mientras corría, apretó con más fuerza el mango del pico. Vagabundos asesinando al viejo López para apoderarse de lo que él se había llevado del montículo, pensó Steve, y olvidó su ira. Las cosas se pondrían feas para quien estuviese molestando al viejo bribón, por muy ladrón que pudiese ser. Corriendo velozmente, llegó por fin a terreno llano. Y entonces la luz de la choza se extinguió y Steve, lanzado a la carrera, vaciló y tropezó con un mesquite con un golpe tal que le arrancó un gruñido, arañándose las manos con los espinos del tronco. Rebotando con una maldición entrecortada, se lanzó hacia la cabaña, preparándose para lo que podía presentarse ante sus ojos..., el vello erizado ante lo que ya había visto. Brill probó a abrir la única puerta de la cabaña, pero se dio cuenta de que tenía echado el cerrojo. Llamó a gritos a López y no recibió respuesta alguna. Sin embargo, desde el interior llegaba un extraño sonido ahogado, algo que parecía un sollozo, el cual cesó tan pronto como Brill, haciendo girar su pico, lo estrelló contra la puerta. La débil madera se astilló y Brill penetró de un salto en el interior de la choza en tinieblas, los ojos llameantes, blandiendo el pico para un ataque desesperado. Pero ningún sonido turbó el lúgubre silencio y nada se agitó en la oscuridad, pese a que la caótica imaginación de Brill poblaba los ensombrecidos rincones de la choza con formas horripilantes.



Con una mano empapada de sudor, buscó a tientas un fósforo y lo prendió. Aparte de él mismo, la única persona que había en la choza era López..., el viejo López, muerto a todas luces, tendido sobre el suelo de tierra apisonada, los brazos abiertos como si le hubiesen clavado en una cruz, la boca fláccidamente abierta dándole el aspecto de un idiota, los ojos muy abiertos, llenos de un terror que a Brill le pareció intolerable. La única ventana que había en la choza estaba abierta, mostrando por dónde había huido el asesino y, posiblemente, por dónde había entrado. Brill se acercó a la ventana y lanzó una cautelosa mirada al exterior. No vio más que la ladera de la colina a un extremo y el llano cubierto de mesquites al otro. De pronto, se sobresaltó... ¿Era un movimiento lo que le había parecido ver entre las retorcidas sombras de los mesquites y los chaparrales? ¿O, simplemente, había imaginado ver una figura que se agazapaba entre los árboles?



El fósforo le quemó los dedos y él se giró en redondo. Encendió la vieja lámpara de aceite colocada sobre la tosca mesa, lanzando una maldición al quemarse la mano. El globo de la lámpara estaba muy caliente, como si hubiese estado encendida durante horas. De mala gana, se dirigió hacia el cadáver tendido en el suelo. Cualquiera que hubiese sido la causa de la muerte de López, había sido horrible; pero Brill, examinando aprensivamente el cuerpo sin vida, no halló herida alguna, ninguna marca de cuchillada o golpe. ¡Un momento! Había un leve rastro de sangre en la mano con la que Brill le había estado examinando. Buscando con más atención halló la fuente: tres o cuatro diminutas heridas en la garganta de López, de las que la sangre había rezumado lentamente. Primero creyó que se las habían infligido con un estilete (una daga muy delgada carente de filo), pero luego meneó la cabeza. Había visto heridas de estilete, llevaba la cicatriz de una en su propio cuerpo. Estas heridas se parecían más al mordisco de algún animal..., parecían las marcas de unos colmillos puntiagudos.



Con todo, Brill no creyó que fuesen lo bastante hondas como para haber causado la muerte, y tampoco había fluido mucha sangre de ellas. Una idea abominable, junto con espantosas especulaciones, se alzó en los rincones más oscuros de su mente, que López había muerto de miedo, y que las heridas le habían sido infligidas ya en el mismo instante de su muerte, ya un momento después. Y Steve notó algo más; esparcidas en el suelo había un montón de mugrientas hojas de papel, garabateadas por la mano insegura del viejo mexicano... Había dicho que iba a escribir sobre la maldición del montículo. Además de las hojas sobre las que había escrito y un trozo de lápiz en el suelo, también estaba el globo caliente de la lámpara, todos mudos testigos de que el viejo mexicano había permanecido sentado y escribiendo durante horas ante la mesa de madera toscamente tallada. Entonces, no era él quien había abierto la cámara del montículo y robado lo que contuviese... pero, ¡en el nombre de Dios!, ¿quién era? ¿Quién o qué era lo que Brill había visto fugazmente cojeando en la estribación de la colina?



Bien, no quedaba sino una cosa por hacer, ensillar su mustang y cabalgar los dieciséis kilómetros que había hasta Coyote Wells, la ciudad más cercana, e informar al sheriff del asesinato. Brill recogió los papeles. La última hoja estaba aún entre los dedos del viejo y Brill tuvo cierta dificultad en sacarla de allí. Luego, al volverse para apagar la luz, vaciló un momento y se maldijo por el miedo que seguía acechando en lo más hondo de su mente..., miedo a la sombría criatura que había visto a través de la ventana un instante antes de que la luz se apagase en la cabaña. El largo brazo del asesino, pensó, tendiéndose para apagar la lámpara, no cabía duda. ¿Qué había de anormal e inhumano en esa imagen, distorsionada como debía estarlo a causa de la tenue luz de la lámpara y las sombras? Al igual que un hombre lucha por recordar los detalles de una pesadilla, Steve intentó definir en su mente alguna razón clara que pudiese explicar el que ese huidizo vistazo le hubiese trastornado hasta el punto de haberse dado de bruces con un árbol, y el porqué el simple y vago recuerdo de esa imagen hacía que todo su cuerpo volviese a cubrirse de un sudor frío.



Maldiciéndose a sí mismo para así conservar el valor, encendió su linterna y apagó de un soplido la que se hallaba sobre la tosca mesa y, lleno de decisión, emprendió el camino, aferrando su pico como si fuese un arma. Después de todo, ¿por qué ciertos aspectos aparentemente anormales de un crimen tan sórdido debían trastornarle así? Crímenes tales eran aborrecibles, cierto, pero también eran lo bastante corrientes, especialmente entre los mexicanos, a los que les encantaban los pleitos familiares más increíbles. Y entonces, cuando ya había penetrado en la silenciosa noche tachonada de estrellas, se detuvo en seco. Desde más allá del arroyuelo resonaba el repentino y estremecedor alarido de un caballo empavorecido, y luego un enloquecido estruendo de cascos que se desvaneció en la lejanía. Y Brill lanzó una blasfemia llena de rabia y desánimo. ¿Acaso había un puma acechando en las colinas, había sido un gato monstruoso el que había matado al viejo López? Entonces, ¿por qué la víctima no llevaba las marcas de las crueles y ganchudas garras? ¿Y quién había apagado la luz en la choza?



Mientras se interrogaba de tal modo, Brill corría velozmente hacia el oscuro arroyo. No está en el alma del ganadero contemplar ocioso cómo su ganado se lanza a la estampida. Mientras se internaba en la oscuridad de los matorrales a lo largo del arroyo seco, Brill descubrió que tenía la lengua extrañamente reseca. Siguió, tragando saliva y manteniendo bien alta la linterna. No alumbraba demasiado en la oscuridad pero parecía acentuar la negrura de las sombras que se acumulaban a su alrededor. Por alguna extraña razón, en la caótica mente de Brill penetró la idea de que aunque aquel país fuese nuevo para los anglosajones, en realidad era muy viejo. Aquella tumba rota y profanada era la muda prueba de que la tierra era mucho más antigua que el hombre y, de pronto, la noche, las colinas y las sombras parecieron aplastar a Brill con un sentimiento de horrible antigüedad. Antes de que los ancestros de Brill hubiesen oído hablar de ella, largas generaciones de hombres habían vivido y muerto en aquella tierra. En la noche, entre las sombras de aquel mismo arroyo, los hombres, sin duda alguna, habían lanzado su último suspiro de mil maneras espantosas. Con tales reflexiones, Brill corrió a través de las espesas sombras de la arboleda.



Lanzó un hondo suspiro de alivio cuando salió de entre los árboles a un lado de la colina. Ascendiendo apresuradamente la poca empinada ladera, sostuvo en alto su linterna, investigando. El corral estaba vacío; ni tan siquiera la apática res estaba a la vista. Y la empalizada había sido derribada. Eso indicaba algún agente humano, y todo el asunto cobró un nuevo y más siniestro aspecto. Alguien pretendía que Brill no cabalgase hasta Coyote Wells esa noche. Eso significaba que el asesino pretendía asegurar su huida y deseaba una buena ventaja sobre la ley, o sobre quien fuese... Brill sonrió. A lo lejos, entre los mesquites que cubrían el llano, creyó distinguir el débil y distante ruido de caballos al galope. ¡En el nombre de Dios! ¿Qué era lo que les había asustado de aquel modo? El gélido dedo del terror hizo estremecerse la columna vertebral de Brill.



Steve se dirigió hacia la casa. No entró sin tomar precauciones. Se deslizó a una buena distancia de la vivienda, lanzando miradas estremecidas por las oscuras ventanas, buscando, con tal intensidad que los oídos acabaron doliéndole, el posible sonido que traicionase la presencia del asesino al acecho. Por fin, se arriesgó a abrir una puerta y entrar. De una patada, empujó la puerta contra la pared por si alguien se ocultaba detrás de ella, alzó bien la linterna y entró, el corazón galopante, aferrando ferozmente el pico, con los sentimientos convertidos en una mezcla de miedo y rabia. Pero ningún asesino oculto saltó sobre él, y una cuidadosa exploración de la vivienda no reveló nada. Con un suspiro de alivio, Brill cerró las puertas, aseguró las ventanas y encendió su vieja lámpara de aceite. La imagen del viejo López tendido, un solitario cadáver con los ojos vidriosos, en la choza más allá del arroyo, le hizo estremecerse levemente, pero no entraba en sus planes el dirigirse a pie, de noche, a la ciudad. Sacó de su escondite su viejo y seguro Colt del 45, hizo girar el cilindro de acero azulado y sonrió hoscamente. Quizás el asesino tenía la intención de no dejar con vida a ningún testigo de sus crímenes. ¡Pues bueno, que viniese! Él, o ellos, se encontrarían a un joven vaquero con un seis tiros y descubrirían que no era una presa tan fácil como había sido el viejo y desarmado mexicano. Y eso le recordó a Brill los papeles que había traído consigo de la cabaña. Asegurándose de no estar en la dirección desde la que una bala repentina pudiese atravesar una ventana, se dispuso a leer, manteniendo una oreja al acecho de cualquier ruido por leve que fuese.



Y a medida que iba descifrando aquella escritura tosca y laboriosa, un lento y frío horror crecía en su alma. Lo que el viejo mexicano había garabateado era una historia espantosa..., una historia que había pasado de generación a generación..., una historia que procedía de tiempos muy antiguos. Y Brill leyó sobre las andanzas del caballero Hernando de Estrada y sus hombres, provistos de picas y armaduras, que se aventuraron en los desiertos del sudoeste cuando todo era extraño e ignoto. En el principio, decía el manuscrito, había unos cuarenta soldados, amos y criados. Estaba el capitán, Estrada, y el sacerdote, y el joven Juan Zavilla, y don Santiago de Valdez (un noble misterioso que había sido rescatado de un navío a la deriva en el Mar Caribe)..., el resto de la tripulación y los pasajeros habían muerto a causa de una plaga, había dicho, y él había arrojado sus cuerpos por encima de la borda. Así pues, Estrada le había acogido a bordo del navío que había llevado a la expedición desde España, y Valdez se unió a sus exploraciones.



Brill leyó algunas cosas acerca de sus andanzas, narradas en el tosco estilo del viejo López, del mismo modo que los antepasados del viejo mexicano habían ido transmitiendo la historia durante más de trescientos años. Las simples palabras eran un débil reflejo de las terroríficas penalidades que los exploradores habían ido encontrando: la aridez del país, la sed, las inundaciones, las tormentas de arena en el desierto, las lanzas de los pieles rojas hostiles. Pero el viejo López hablaba de otro peligro..., un horror al acecho que había caído sobre la solitaria caravana que vagaba por la inmensidad de las tierras desérticas. Hombre a hombre, fueron cayendo uno tras otro sin que nadie conociese al asesino. El miedo y la negra sospecha roían como un cáncer el ánimo de la expedición, y su líder no sabía qué actitud tomar. Todo lo que sabían era que entre ellos había un demonio con forma humana. Los hombres empezaron a apartarse los unos de los otros, manteniendo amplias distancias entre ellos durante la marcha, y esta sospecha mutua, que buscaba la seguridad en la soledad, le puso las cosas más fáciles al demonio. El esqueleto de la expedición siguió tambaleándose a través del solitario desierto, perdido, confuso e indefenso, y el horror invisible seguía rondando sus flancos, cebándose en los rezagados, saciándose en los centinelas a los que rendía un momento el sueño y en los hombres dormidos. Y en el cuello de cada uno había las heridas de unos colmillos aguzados que desangraban completamente a la víctima; así fue como los vivos supieron con qué clase de horror tenían que vérselas. Los hombres siguieron avanzando a trompicones a través del desierto, invocando a los santos, o blasfemando, llenos de terror, luchando frenéticamente contra el sueño, hasta que caían exhaustos y el sueño se les acercaba a hurtadillas con el horror y la muerte.



La sospecha acabó centrándose en un negro enorme, un esclavo caníbal de Calabar. Y lo encadenaron. Pero el joven Juan Zavilla siguió el destino de los demás, y luego le llegó el turno al sacerdote. Mas el clérigo luchó con su demoníaco asaltante y vivió lo bastante para susurrar en los oídos de Estrada el nombre del demonio. Y Brill, estremeciéndose, los ojos desorbitados, leyó:



...Y ahora se le hizo evidente a Estrada que el buen sacerdote había dicho la verdad, y el asesino era don Santiago de Valdez, quien era un vampiro, un demonio no muerto, que subsistía de la sangre de los vivos. Y Estrada se acordó de cierto noble maligno que había acechado en las montañas de Castilla desde los días de los moros, alimentándose con la sangre de víctimas indefensas que le otorgaban una horrenda inmortalidad. Dicho noble había sido expulsado; nadie sabía a donde había huido pero era evidente que él y don Santiago eran el mismo hombre. Había huido de España en barco, y Estrada supo que la gente de ese barco no había muerto a causa de la plaga, tal y como había mentido el demonio, sino bajo los colmillos del vampiro. Estrada, el negro y los pocos soldados que aún seguían con vida le buscaron y le encontraron, sumido en un sueño bestial entre los chaparrales y repleto con la sangre humana de su última víctima. Es bien sabido que los vampiros, como las grandes serpientes cuando están ahítas, caen en un sueño profundo y pueden ser eliminados sin peligro. Mas Estrada no tenía idea alguna de cómo disponer del monstruo, ya que ¿cómo se puede matar a los muertos? Pues en efecto un vampiro es un hombre que murió tiempo ha y que sin embargo rebulle con cierta espantosa no-vida.



...Los hombres le suplicaron al caballero que clavase una estaca en el corazón del demonio y que le cortase la cabeza, pronunciando las santas palabras que convertirían el cuerpo, durante largo tiempo muerto, en polvo, pero el sacerdote estaba muerto y Estrada temió que mientras así actuaba el monstruo pudiese despertar. Así pues, cogieron a don Santiago, alzándole con gran cuidado, y le llevaron hasta un viejo montículo indio cercano. Lo abrieron, sacando de él los huesos que allí encontraron, y colocaron al vampiro en su interior y sellaron el montículo. ¡quiera Dios que hasta el Día del Juicio! Este lugar se halla maldito, y ojalá me hubiese muerto de hambre en algún otro sitio antes que venir hasta aquí buscando trabajo..., pues yo sabía acerca de la tierra, el arroyo y el montículo, con su terrible secreto, desde que he sido niño; ya ve usted, señor Brill, la razón de que no deba abrir el montículo y despertar al demonio...



Aquí terminaba el manuscrito con un garabato del lápiz que había roto la hoja de arrugado papel. Brill se puso en pie, el corazón latiéndole al galope, el rostro lívido, la lengua pegada al paladar. Tragó saliva y, al fin, halló las palabras.



—Por eso estaba la espuela en el montículo..., se le cayó a uno de los españoles mientras cavaba... Y bien podría haber sabido yo que había sido excavado con anterioridad, por el modo en que estaba esparcido el carbón de leña... Pero ¡santo Dios!



Retrocedió horrorizado ante aquellas negras imágenes: un monstruo no muerto que se removía en las tinieblas de su tumba, empujando desde el interior para echar a un lado la piedra aflojada por el pico de la ignorancia..., una forma sombría que se arrastraba cojeante sobre la colina hacia la luz que delataba a una presa humana, un brazo espantosamente largo que cruzaba una ventana iluminada tenuemente...



—¡Esto es una locura! —jadeó—. ¡López estaba como una cabra! ¡Los vampiros no existen! Si es un vampiro, ¿por qué no me cogió primero a mí, en vez de a López..., a menos que estuviese registrando los alrededores, asegurándose de las cosas antes de atacar? ¡Bah, al infierno! Todo esto es un mal sueño, una...



Las palabras se le helaron en la garganta. Un rostro le contemplaba desde la ventana, los rasgos contorsionados, sin emitir sonido alguno. Dos gélidos ojos le perforaron el alma. De la garganta le brotó un alarido y el espantoso rostro se desvaneció. Pero hasta el mismo aire estaba impregnado de la pestilencia que se había cernido sobre el viejo montículo. Y ahora era la puerta la que crujía..., combándose lentamente hacia el interior. Brill retrocedió hasta topar con la pared, la pistola temblándole en la mano. No se le ocurrió disparar a través de la puerta; en su cerebro, convertido en un caos, no había sino una idea: que sólo ese delgado panel de madera le separaba de algún horror nacido del útero de la noche, las tinieblas y el negro pasado. Los ojos se le abrieron como platos viendo cómo cedía la puerta, cómo rechinaban los hierros del cerrojo.



La puerta estalló, hecha pedazos. Brill no gritó. Tenía la lengua como de hielo, pegada al paladar. Sus ojos vidriados por el miedo contemplaron la alta figura semejante a un buitre, los gélidos ojos, las largas y negras uñas de los dedos, su harapiento atavío, espantosamente antiguo, las botas con sus largas espuelas, el chambergo con su pluma a punto de convertirse en polvo, la capa flotante que se hacía lentamente pedazos. La forma aborrecible surgida del pasado se agazapó, recortándose en el umbral oscuro, y el cerebro de Brill pareció vacilar. De la figura irradiaba un frío salvaje, el olor de la arcilla encharcada y los despojos del osario. Y entonces el no muerto saltó sobre él como un buitre que se lanza en picado sobre su presa.



Brill disparó a quemarropa y vio cómo un pedazo de tela de algodón saltaba del pecho de la Cosa. El vampiro se tambaleó bajo el impacto del pesado proyectil y luego, enderezándose, se lanzó hacia adelante a espantosa velocidad. Brill se apoyó en la pared con un grito ahogado, la pistola cayendo de su mano fláccida. Entonces, las negras leyendas eran ciertas..., las armas humanas carecían de todo poder, pues ¿acaso puede un hombre matar a alguien que ya lleva muerto largos siglos, del modo en que mueren los mortales? Y entonces, las manos parecidas a garras que le rodeaban el cuello enloquecieron al joven vaquero. Al igual que sus antepasados pioneros lucharon mano a mano contra enemigos abrumadores, Steve Brill luchó con la fría y muerta criatura que se arrastraba buscando su vida y su alma.



Brill jamás recordaría gran cosa de esa espantosa batalla. Fue un caos ciego en el que gritó como una bestia, desgarró, dio golpes y puñetazos, en el que uñas largas y negras como garras de pantera le hirieron, en tanto que dientes puntiagudos se cerraban una y otra vez buscando su cuello. Rodando y dando tumbos por la habitación, ambos medio envueltos por los mohosos pliegues de esa vieja capa medio podrida, se golpearon y se hirieron mutuamente entre los restos del mobiliario destrozado, y la furia del vampiro no era más terrible que la desesperación de su víctima enloquecida por el miedo. Se derrumbaron sobre la mesa, haciéndola caer de lado, y la lámpara de aceite se rajó en el suelo, rociando los muros con repentinas llamaradas. Brill sintió la mordedura del aceite ardiente que le salpicó, pero en el rojo furor de la pelea no le prestó atención. Las negras garras le desgarraban, los ojos inhumanos ardían gélidos clavándose en su alma; entre sus dedos frenéticos la carne marchita del monstruo era tan dura como la madera reseca. Y una ola tras otra de ciega locura dominó a Steve Brill. Gritó y golpeó como un hombre que lucha con una pesadilla, mientras que a su alrededor el fuego se hacía cada vez más alto, prendiendo en las paredes y el tejado.



A través de los chorros candentes y las lenguas de fuego, rodaron y se tambalearon como un demonio y un mortal trabados en combate sobre las ígneas lanzas que cubren los suelos del infierno. Y entre el tumulto creciente de las llamas, Brill hizo acopio de todas sus fuerzas para una última y volcánica erupción de frenético esfuerzo. Logró separarse y, vacilante, se puso en pie, jadeante, ensangrentado, y se lanzó a ciegas sobre la forma repugnante y la atrapó con una presa que ni tan siquiera el vampiro pudo romper. Y haciendo girar en redondo a su demoníaco asaltante por encima de él, le estrelló contra el borde de la mesa caída al igual que un hombre podría romper un palo sobre su rodilla. Algo se quebró como si fuese una rama y el vampiro cayó, libre de la presa de Brill, para retorcerse sobre el suelo ardiente, su cuerpo convulso en una extraña y rota postura. Pero no estaba muerto, pues sus ojos llameantes seguían ardiendo, fijos en Brill con un hambre horrible y, con la columna rota, luchó por arrastrarse hasta Brill, como se arrastra una serpiente moribunda.



Brill, jadeando, tambaleante, se quitó la sangre de los ojos y salió, a ciegas, cruzando la puerta destrozada. Y como un hombre cruza a la carrera las puertas del infierno, corrió tropezando a través de los mesquites y los chaparrales hasta caer, totalmente agotado. Mirando hacia atrás, vio las llamas de la casa que ardía y le agradeció a Dios el que fuese a arder hasta que los huesos de don Santiago de Valdez hubiesen sido totalmente consumidos y borrados del conocimiento humano.


Robert E. Howard (1906-1936)




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