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El Horla.



El Horla.
Le Horla
; Guy de Maupassant (1850-1893)


¡Qué hermoso día! He pasado la mañana tendido sobre la hierba, frente a mi casa, bajo el enorme plátano que le da sombra. Adoro esta región, he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a la forma de hablar, a los perfumes, al del aire mismo. Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire, enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya. ¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso. Luego, dos goletas inglesas de rojas banderas, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo.

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste. ¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman el bienestar en desaliento y la confianza en angustia? Se diría qué el aire está poblado de lo desconocido, de poderes cuya proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado mis nervios y ensombrecido mi alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan del día me ha perturbado al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar, tiene efectos rápidos e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.

¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos ciegos a lo muy grande y lo muy pequeño, lo muy próximo y lo muy lejano, los habitantes de una estrella y los de una gota de agua. Con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza. Con nuestro olfato, más débil que el del perro; con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino. ¡Cuántas cosas descubriríamos con otros órganos que realizaran otros milagros!

16 de mayo.

Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo la angustiosa sensación de un peligro, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.

18 de mayo.

Acabo de consultar al médico pues no podía dormir. Ha encontrado mi pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.

25 de mayo.

¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una amenaza. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo. ¿De qué? Hasta ahora nunca he sentido temor por nada. Abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho, escucho ¿qué? ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en el calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño, como si me ahogara en aguas estancadas. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.

Duermo durante dos o tres horas, y luego es una pesadilla la que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo. Lo comprendo y lo sé, y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta, con todas sus fuerzas para estrangularme. Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo! Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo. Después de esa crisis, repetida todas las noches, duermo por fin hasta el amanecer.

2 de junio.

Mi estado se ha agravado. ¿Qué tengo? El bromuro y las duchas no producen efectos. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio me pareció que el aire suave y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas, vertía una sangre nueva en mis venas. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo. De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.

Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi el amplio sendero, vacío, pavorosamente vacío. Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.

3 de junio.

He pasado una noche horrible. Voy a irme por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.

2 de julio.

Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel, que no conocía. ¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches en el ocaso! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.

Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos, aplastados por bóvedas y galerías superiores. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados. Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:

-¡Qué bien se debe estar aquí, padre!
-Es un lugar muy ventoso, señor -me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero. El monje me contó historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.

Una de ellas me impresionó. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una fuerte y la débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a quejas humanas, pero los pescadores juran haber encontrado, merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.

-¿Cree usted en eso? -pregunté al monje.
-No sé. -me contestó.
Yo proseguí:
-Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?
-¿Acaso vemos -me respondió- la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.

Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Podía ser un sabio o un tonto. No podía afirmarlo, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.

3 de julio.

Dormí mal; evidentemente, hay una influencia, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:

-¿Qué tiene, Jean?
-Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo.

Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.

4 de julio.

Las crisis vuelven. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.

5 de julio.

¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza. Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed; bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena. Me acosté y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.

Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía. Al principio no comprendí nada, pero pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomarme. Luego me incorporé. Volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces, yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.

¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.

6 de julio.

Pierdo la razón. Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo.

10 de julio.

Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo el 6 de julio, antes de acostarme, puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido -o he bebido- toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas. El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados. El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada. Por último, el 9 puse sobre la mesa solo agua y leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.

Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción . ¡Se habían bebido toda el agua y toda la leche!

Partiré inmediatamente hacia París.

12 de julio.

París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi imaginación, salvo que sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias llamadas sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representan una pieza de Alejandro Dumas. Este autor ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes sensibles. Necesitamos ver hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos poblamos de fantasmas el vacío.

Regresé al hotel, caminando. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible. En lugar de concluir con estas simples palabras: Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas, nos imaginamos misterios y poderes sobrenaturales.

14 de julio.

Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: Diviértete. Y se divierte. Se le dice: Ve a combatir. Y va a combatir. Se le dice: Vota por el emperador. Y vota. Después: Vota por la República. Y vota por la República. Los que dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.

16 de julio.

Ayer he visto cosas que me preocuparon. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión. Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.

-Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza -decía el doctor Parent-, es decir, uno de sus más importantes de la tierra, ya que hay otros secretos en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros, y trata de suplir la impotencia mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del creador son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él.

-Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, se han obtenido sorprendentes resultados.

Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
-¿Quiere que la hipnotice, señora?
-Sí; me parece bien.

Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. Me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear. Al cabo de diez minutos dormía.

-Póngase detrás de ella. -me dijo el médico.

Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: -Esto es un espejo; ¿qué ve en él?
-Veo a mi primo. -respondió.
-¿Qué hace?
-Se arregla el bigote.
-¿Y ahora ?
-Saca una fotografía del bolsillo.
-¿Quién aparece en la fotografía?
-Él, mi primo.

¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.

-¿Cómo aparece en ese retrato?
-Se halla de pie, con el sombrero en la mano.

Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo. Las damas decían espantadas: ¡Basta! ¡Basta, por favor!

Pero el médico ordenó: -Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje.

Luego la despertó. Mientras regresaba al hotel pensé en la sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta? Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.

No bien regresé, me acosté. Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi sirviente y me dijo:

-La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.

Me vestí de prisa y la hice pasar. Se sentó muy turbada y me dijo:

-Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.
-¿De qué se trata, prima?
-Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.
-Pero cómo, ¿tan luego usted?
-Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.

Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaban burlando, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección. Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto. Sabía que era muy rica y le dije:

-¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?

Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:

-Sí... sí... estoy segura.
-¿Le ha escrito?


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