El extraño.
The outsider, Howard Phillip Lovecraft (1890-1937)
The outsider, Howard Phillip Lovecraft (1890-1937)
Infeliz
es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza.
Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y
lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de
antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles
descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan
silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los
dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el
arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro
con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente
amenza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo
que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y
con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y
sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre
odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de
pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que
solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio;
tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se
elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra,
sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero
estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado
muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años
en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber
atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona
alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas,
muerciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera me
haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi
primera representación mental de una persona viva fue la de algo
semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo.
Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos
esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los
cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos
cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres
vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo
que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado
en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si
bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar
en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya
que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme
como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o
pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo
poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los
árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que
había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el
mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de
escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las
sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes
temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado,
no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y
así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no
supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan
frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se
elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda
se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la
torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el
cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A
la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta
llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando
por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa
ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin
peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de
espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi
avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se
disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me
invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la
claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme
que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano
libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia
afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De
pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por
aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo
sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos,
alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un
obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un
mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa
pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre,
halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba,
empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos
en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que
mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión
había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una
superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre
inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de
observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la
pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras
yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su
caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando
fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por
encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y
tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por
vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había
leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé
fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas
oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba
qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan
inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos
tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba
una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas
incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un
supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro.
Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de
una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata
de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando
plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca
había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía
a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima
del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la
verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la
oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro
cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen
pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble
altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De
todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo
insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes
podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las
extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en
sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en
lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde
una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la
verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos
diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una
antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba
fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí
la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se
extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi
mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el
pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni
me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero
estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No
sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis
circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante
marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que
hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto;
unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para
internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna
ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda
olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos
restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho
tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas
cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo
cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de
alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes
novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las
torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se
erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé
con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas
de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más
alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el
interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían
entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí
podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían
expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran
absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la
habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del
único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La
pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de
las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había
terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un
inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba
los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más
espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del
pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían
enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a
ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose
contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las
numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto,
escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes
gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba
sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero
cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un
amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra
habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada
comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el
primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me
repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible
intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que,
por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en
una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir
aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que
es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una
fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la
pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la
tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que
no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo,
con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con
huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas
humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible
cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero
no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un
tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía
apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por
aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a
cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía
ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero
estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad.
Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio
y, bamboléandome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo
adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya
inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que
enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la
fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos
tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del
arco dorado. No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan
en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer
en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese
mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico
castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba;
reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí,
mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese
bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que
me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos
de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio
fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de
la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños,
encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya
que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo
junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y
durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y
desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es
para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como
tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris
bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad,
agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el
olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un
extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que
supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en
aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e
inexorable superficie de pulido espejo.
Howard Phillip Lovecraft (1890-1937)
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