Un Vampiro muy Particular.
Este relato es un digno heredero de la
tradición iniciada por Poe y Maupassant, y en la prosa del maestro
uruguayo Horacio Quiroga, no sólo adquiere
un sabor netamente latinoamericano, sino que nada tiene que envidiarle a
sus predecesores.
Este relato
está basado en una leyenda urbana
muy particular, y que en su época causó una conmoción casi histérica.
Al parecer, muchas mujeres comenzaban a debilitarse durante las primeras
semanas de matrimonio. Lentamente perdían el color de la piel, y
también mostraban signos de rigidez muscular, lo cual daba una impresión
de profunda fragilidad, como si se tratasen de delicadas muñecas de
porcelana.
Luego de algunos días, o semanas, la joven finalmente
se consumía.
Aquí se nos presenta una posible explicación para
aquellas extrañas muertes. Muchos hablaban de vampiros, pero Quiroga imaginó una combinación entre vampirismo y racionalismo, dándole a
su leyenda urbana un carácter
absolutamente innovador.
Recomendamos prudencia a los lectores
sensibles, especialmente para aquellos que duermen sobre una almohadón
de plumas.
El Almohadón de Plumas.
Horacio Quiroga.
Horacio Quiroga.
Su
luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el
carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo
quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando
volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la
alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la
amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses (se
habían casado en abril) vivieron una dicha especial.
Sin duda
hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y
estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado.
Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las
altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar
de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un
largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese
extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía
dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba
su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de
influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se
reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo
de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con
honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida
en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su
espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia.
Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida
en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el
último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención,
ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán
en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía
peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte.
Todo el día el dormitorio estaba con
las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el
menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con
toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba
en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto
Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio,
y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro
lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto,
sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al
verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo
miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre
las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre
sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los
médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que
se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst...
-se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco
hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y
tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose
en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en
las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche
se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al
despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de
kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.
Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún
que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los
dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban
fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de
la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia
murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama,
sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a
Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán
se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se
veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta
después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz
-le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó
caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué,
Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay?
-murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta,
sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba
extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán
cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror
con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós.
Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas
velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa.
Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a
noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción
diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días,
en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las
aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.
Horacio Quiroga.
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