Drencula.
Drencula,
Boris Vian (1920-1959)
No hacía siquiera una hora
que me encontraba en el castillo del conde
Drencula y el aspecto siniestro del lugar ya provocaba los más
sombríos presentimientos en mi corazón.
La morada del conde se
elevaba sobre una de las regiones más salvajes de los grandes bosques de
Transilvania, que proyectan al asalto de los primeros contrafuertes de
los Cárpatos sus hordas negras de grandes pinos de Austria y de alerces
de frente desdeñosa; el castillo, en lo más alto de un promontorio de
roca, dominaba un profundo barranco a cuyos pies gruñía un torrente
espumoso.
El conde había rogado al bufete de abogados que me
empleaba en Londres que le enviase uno de sus representantes con el fin
–había escrito- de poner en orden ciertos papeles importantes; yo
llevaba en mi cartera la copia de la respuesta que me acreditaba ante el
conde, y aquella pequeña hoja blanca era lo único que podía disipar un
poco mi angustia del momento.
Pues, en efecto, desde la hora que
había franqueado el umbral del austero edificio de piedra gris, ni un
alma se había ofrecido a mi mirada. Tan sólo algunos murciélagos se
arremolinaban extrañamente en el aire, poblando con sus agrios gritos el
silencio opresivo, y no era preciso más que el recuerdo de mi gran
despacho artesonado de Londres para devolverme el aplomo.
Al
recorrer, una tras otra, las salas desiertas, terminé sin embargo por
descubrir, encajada tras una torreta cuadrada que se alzaba al norte,
una cámara en la que rugía un fuego de leña. Una tarjeta, colocada en
una mesa junto a un copioso almuerzo, me informaba de que el
propietario, de caza desde hacía dos días, se excusaba por recibirme de
forma tan desconsiderada, rogándome que me acomodase lo mejor que
pudiera mientras esperaba su regreso. Cosa extraña: el lado misterioso
del asunto, lejos de aumentar mi alarma, la disipó, y sin preocupaciones
ingerí una cena de lo más conveniente.
Después, tras desvestirme
completamente, pues el calor era asfixiante, me tendí frente al fuego
sobre una inmensa piel de oso negro que aún conservaba un ligero perfume
de fiera, y esto debido sin duda a los métodos rudimentarios empleados
en su conservación por los montañeros del lugar.
II.
Me sacó
de mi aturdimiento una sensación de ahogo y otro tipo de sensación, ésta
perfectamente desconocida para mí. Mi pasado de soltero formal no me
había preparado, desde luego, para semejante experiencia; pues, al mismo
tiempo que un peso que se me antojo considerable se apoyaba en mi
pecho, tuve la impresión de que mi sexo entero se encontraba sumergido
en una caverna caliente y singularmente móvil, y que recibía de esta
excitación novedosa para él un aumento de fuerza y de volumen
perfectamente anormal. Recuperando poco a poco la consciencia, me
apercibí de que mi nariz y mi boca se hallaban apresadas en un plumón
elástico; un olor particular, algo aturdidor, llenaba mis narinas y, al
alzar las manos, me encontré con dos globos lisos y sedosos que se
estremecieron al contacto y se irguieron un poco; fue en ese instante
cuando, percibiendo una cierta humedad sobre mi labio superior, comencé a
lamer y mi lengua penetró en una hendidura carnosa y ardiente que al
momento emprendió una larga serie de contracciones. Aspiraba el jugo
suculento que ahora me corría por la boca cuando me di cuenta de que
alguien se había tendido a lo largo sobre mi cuerpo y, pies contra
cabeza, me roía el miembro en tanto yo, del otro lado, le devolvía el
cumplido; yo, David Benson, pacía en el órgano de otra criatura y
obtenía con ello un placer extremo.
Tal constatación me golpeó en
el mismo instante en el que, violentamente transportado, dejaba escapar
una gran cantidad de esperma, engullida tan pronto como era emitida. Al
mismo tiempo, los muslos que me apresaban la cabeza se tensaron; por mi
parte, me emplee lo mejor que fui capaz, sumergiendo y sacando la
lengua tan rápido como podía, mientras absorbía todo lo que podía
extraer de aquel cáliz exasperado que danzaba contra mi boca. Tampoco
mis manos se mantenían inactivas, pues recorrían de arriba abajo la raya
perfumada en la que mi nariz venteaba un aroma afrodisíaco; mis dedos
penetraban por momentos en una fosa diferente y de más difícil acceso.
-
Estoy perdido –pensé-. El conde es un vampiro y esta persona está a su
servicio. Y hete aquí cómo me convertiré en vampiro…
En ese
instante, la criatura empujó su culo un poco más contra mi nariz y noté
que venía al asalto de mi mentón un grosor velludo y duro. Palpando el
objeto, reconocí que se prolongaba en un miembro rígido y turgente que
forcejeaba por introducirse en mi boca.
- Sueño –pensé-. Los dos
sexos no pueden reunirse en una misma persona.
Y como hay que
aprovechar los sueños para acrecentar la experiencia, chupé aquel
miembro tan bien como pude, llevando la lengua hasta el paladar para que
recorriese el surco que divide en dos el glande, pues quería llevar
hasta su conclusión mis indagaciones topográficas. La actividad del
vampiro continuaba alrededor de mi vientre y, sin saber cómo, ayudado
sin duda por un repliegue que yo había debido efectuar sin darme cuenta,
me lamía los bordes del trasero con una lengua puntiaguda y móvil como
una cabeza de serpiente. Mi ablandada verga recuperó vigor con su
contacto. Una última elongación del tallo que yo lamía ávidamente me
advirtió de un cambio repentino y pronto tuve la boca llena de cinco o
seis ráfagas de un sabroso esperma cuyo gusto a lejía dejó enseguida
lugar para un discreto aroma de trufas. Antes de que tuviese tiempo de
tragarlo todo, el vampiro hizo un rápido giro y su boca se pegó contra
la mía, hurgando en mis encías y en mi gaznate con el fin de recuperar
los pocos filamentos que allí todavía quedaban. Al tiempo, mi sexo
invadía una bocana tórrida y dulce, mientras una mano ligera, desplazada
hasta las inmediaciones de mi ano, hacía penetrar en él un falo todavía
tímido pero que fue afirmándose de sacudida en sacudida, trastornándome
con los más vivos e inesperados arrebatos.
Esforzándome por
recobrar la consciencia, tuve tiempo de pensar que tenía que tratarse
forzosamente de un sueño, puesto que la vagina que, en el minuto
precedente, se abría entre el ano y los testículos, se encontraba ahora
por encima de la verga, y yo seguía disfrutando de ella. La bestia me
recorría el rostro con lametones rápidos y fugaces en torno a los ojos,
las orejas y las sienes, lugares que yo jamás hubiese imaginado tan
sensibles. Tenía ganas de ver a aquella criatura, pero los fulgores
moribundos del fuego apenas me permitían distinguir una parte de su
sombra, que se recortaba a contraluz sobre el rubor apagado del hogar.
Mas tales pensamientos se vieron interrumpidos por la nueva oleada de
goce que me embargaba y arrojé un río de licor al fondo de la presa que
me oprimía el miembro, en tanto yo sentía el de mi súcubo derramarse en
mis entrañas. Crispando mis manos sobre sus senos agudos y duros al
punto de que notaba cómo sus pezones perforaban mi carne, perdí el
conocimiento, agotado por tan terribles y tan fuertes impresiones...
El
diario de David Benson se detiene aquí. Estas pocas cuartillas fueron
descubiertas junto a su cuerpo, en los alrededores del castillo habitado
por Radzaganyi, en Hungria. David Benson había sido devorado en parte
por las bestias feroces, que, cosa curiosa, se habían cebado en su bajo
vientre, completamente roído, y cubierto su rostro de excrementos y
orina.
Boris
Vian (1920-1959)
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