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Un vampiro: Luigi Capuana


Un vampiro.
Un vampiro, Luigi Capuana (1839-1915)

—¡Deja de reírte! —gritó Lelio Giorgi interrumpiendo la conversación.
—¿Qué he de hacer para evitarlo? —replicó Mongeri—. Nunca he aceptado la existencia de los espíritus.
—Lo mismo me sucedía a mí antes... Tampoco desearía creer en ellos —reconoció Giorgi—. He venido a visitarte precisamente para encontrar una explicación a unos sucesos que pueden destruir mi felicidad y que, en la actualidad, han conseguido alterar profundamente mi mente.

—¿Sucesos...? Sería mejor que los llamases fantasías. Yo diría que sufres alguna enfermedad, de la que necesariamente debes curarte. La fantasía puede ser considerada un suceso, aunque lo que significa no puede representar nada en nuestra realidad actual. Puedo exponerlo de una forma más acertada: una sensación que brota del interior al exterior, algo parecido a una proyección espiritual de nuestro cerebro. De esta manera se puede contemplar lo que no se ve, mientras los oídos escuchan lo que carece de un sonido auténtico. Porque las experiencias vividas anteriormente llegan a producir, al acumularse en exceso, un despertar repentino, como el de los sueños, hasta adquirir tanta fuerza que nos parecen reales. ¿A qué se debe este fenómeno? ¿Cómo se origina? Claro que soñamos (he aquí la definición más precisa), y hasta lo hacemos con los ojos abiertos. Aún lo ignoramos; sin embargo, conviene establecer unas distinciones. Se dan ciertas alucinaciones instantáneas, velocísimas, que no revelan ningún deterioro orgánico o mental. Se dan las continuas, y en este caso... Pero no es lo que a ti te ocurre...

—¡Claro que sí! ¡Lo estamos sufriendo mi mujer y yo!
—Me parece que no me has entendido correctamente. Los científicos damos el nombre de constantes o persistentes a las alucinaciones propias de los dementes. Considero innecesario demostrarlo ante ti con un ejemplo... El caso ha de verse, si tenemos en cuenta que sois dos personas las que lo sufrís y en el mismo instante, como un fenómeno de inducción. Es posible que seas tú quien influya en la mente o el sistema nervioso de tu esposa.
—Te equivocas, ya que fue ella la primera que lo padeció.
—Esto pone en evidencia que tu sistema nervioso es el más débil, a la vez, que posees una superior receptibilidad... Por favor, no arrugues el entrecejo, querido poeta, al escuchar mis definiciones, que acaso en tu repertorio no se encuentren. Los científicos las consideramos bastante prácticas, por eso venimos utilizándolas.
—Espero que me dejes presentar de otra manera la cuestión.

—Considero que hay sucesos que nunca deben revolverse. ¿No has venido a verme para que te ofreciese una explicación científica? De acuerdo, en bien de la ciencia, debo reconocer que todavía no se cuenta con una respuesta para tu caso. Debemos manejar hipótesis. Realizamos muchas todos los días. Admito que la de hoy puede ser opuesta a la de ayer. ¡Los artistas sois tan curiosos que necesitáis una respuesta para cada uno de los misterios! Siempre que os viene bien, nos caricaturizáis a los científicos, sin valorar lo que representamos al estar investigando siempre, por medio de nuestros estudios, las hipótesis que planteamos y todo lo que se utilizará, más tarde, como medios para que progrese la humanidad. Sin embargo, cuando se presenta un suceso que os afecta personalmente, exigís que la ciencia brinde una respuesta exacta, esclarecedora. Por desgracia, hay compañeros míos que aceptan este juego, acaso por considerarlo correcto o, lo más posible, por simple vanidad. Tú sabes que éste no es mi caso. ¿Deseas que te responda con la mayor claridad? La ciencia no deja de probar toda la ignorancia de la raza humana. Con el fin de que te tranquilizaras he recurrido a las alucinaciones, las inducciones y la receptividad entre dos sistemas nerviosos... ¡Simple retórica, mi querido poeta! A medida que avanzamos en nuestros estudios, mayor es la desesperación que nos invade al comprender que no existe nada que se pueda exponer de una manera definitiva. Nos enfrentamos ante la imposibilidad, a unos obstáculos colocados intencionadamente ante nosotros. En el momento que en la comunidad de científicos nos llenamos de entusiasmo por haber puesto en pie una ley, de repente aparece una evidencia, por medio de un nuevo descubrimiento, que derrumba todo el edificio de nuestras teorías. Creo que esto se debe aceptar con resignación. Por eso tú has de tomártelo con calma: lo que os sucede a tu esposa y a ti lo han sufrido otros muchos anteriormente. Finalizará en su momento. ¿Tiene alguna importancia conocerlas causas y el origen del mal? ¿Acaso los sueños logran inquietarte de una forma permanente?

—Tienes que permitirme exponer mi caso de otra manera...

—De acuerdo, hazlo, ya que necesitas desahogarte. Sin embargo, te anticipo que no seguirás el camino correcto. La mejor forma de superar muchos impactos emocionales es olvidarse de ellos, pensar en otras cosas. Buscar emociones fuertes, especialmente abandonando los lugares o los comportamientos que colaboraron a que surgieran. Nunca olvides que un clavo saca otro clavo. Este es un proverbio muy inteligente.

—Mi mujer y yo hemos llevado a la práctica ese recurso, sin ningún resultado positivo. Los fenómenos iniciales, las primeras evidencias más claras nos llegaron estando en la campiña, precisamente en la villa de Foscolara... Escapamos de allí. No obstante, nada más llegar a la ciudad, aquella misma noche...

—Algo normal. ¿Qué protección podía ofreceros vuestro propio hogar? Hubieseis debido salir de viaje, sin rumbo fijo: pasar un día en cualquier lugar, y a la mañana siguiente ir a otro. Quizá establecer un plan turístico muy intenso visitando museos, iglesias, teatros y otros lugares concurridos. Para regresar al hotel muy de noche y agotados por el cansancio.

—Es lo que hicimos, aunque...
—Debo entender que iríais los dos solos. Lo más acertado hubiera sido que os acompañara algún amigo o, mejor, haber formado parte de un grupo de personas...
—¡Si fue lo que hicimos! ¡Pero no nos sirvió de nada!
—¡Vaya uno a averiguar quiénes formaban ese grupo que os acompañaba!
—Todos eran muy divertidos...
—La mayoría simples egoístas, que iban a lo suyo. Debes ser más exacto en tus definiciones. Me imagino que os sentisteis bastante aislados entre todos ellos. Lo comprendo.
—Participamos de una forma activa en todos los planes que nos propusieron. Eran gente muy divertida, sin complejos ni dobleces. Nunca pudimos sentirnos aislados. Claro que resultó imposible que todo el grupo se metiera en nuestro dormitorio a la hora de dormir. Mi mujer y yo compartimos solos la habitación, como has de entender.
—¿Conseguisteis dormir? Me estás dejando confundido, al no entender si pretendes plantearme un suceso relacionado con los sueños o las alucinaciones...

—¡Basta de emplear los términos «alucinaciones» y «sueños»! Los dos nos encontrábamos bien despiertos, con los ojos abiertos por completo, disponiendo de los cinco sentidos sin ningún grado de condicionamiento y con la mente despejada. Lo que me ocurre a mí en este instante. Aunque pretendo razonar contigo; sin embargo, tú te empeñas en negarme el derecho a contar algo real...

—Estoy dispuesto a escuchar todo lo que quieras decirme, poeta.
—Preferiría hablar primero de lo que sucedió.
—Creo que lo sé, porque deducirlo resulta muy sencillo. Los libros científicos contienen infinidad de casos similares. Es posible que se den algunas pequeñas diferencias, casi siempre correspondientes a los detalles. Algo que carece de importancia, debido a que la base del fenómeno nunca se modifica.
—Me parece que te niegas a concederme el derecho a hablar de lo que nos ocurrió a mi mujer y a mí.
—Te equivocas, lo que pretendo es convencerte de que tu caso no es nada excepcional. Ahora veo claro que tú eres de los que encuentran placer recordando sus desdichas, por eso no dejan de hablar de las mismas... Lo considero inútil. Disculpa mi sinceridad. Claro que si el hablar sirve para que te tranquilices del todo, aunque lo dudo, porque las palabras avivarán los recuerdos...
—Empiezo a creer que tú sientes miedo.
—¿Miedo yo? ¡Es lo último que me quedaba por oír!
—Sientes miedo a tener que modificar tu opinión. Recuerda que has afirmado no creer en los espíritus. ¿Qué sucedería si al final te vieras obligado a aceptar que existen?

—Reconozco que me disgustaría. ¿Qué pretendes al comprometerme? La mayoría de los científicos reaccionarían como yo lo he hecho, mi querido poeta. Ten en cuenta que nuestros métodos de análisis responden a unas reglas precisas, que se basan en el reconocimiento exacto de lo que están percibiendo nuestros sentidos. También la inteligencia se educa siguiendo unas costumbres establecidas. Reconozco que tú me has colocado en una encrucijada: te escucho o no. Optaremos por lo primero; de acuerdo, cuéntame todo lo ocurrido.

—¡Vaya! —exclamó Lelio Giorgi y, luego, dio un hondo suspiro—. Te hallas al tanto de la amarga situación que estaba viviendo antes de verme obligado a viajar a América en busca de fortuna. Como los padres de Luisa estaban en contra de nuestra boda (es posible que con algo de razón), teniendo en cuenta más los motivos económicos, porque yo era muy pobre mientras su hija era la heredera de una gran fortuna. No tenían ninguna fe en las posibilidades de mi inteligencia e inspiración, al considerar que un poeta era algo parecido a un loco o un vagabundo. Es posible que el librito de versos, todos ellos escritos en mis años más jóvenes, que había publicado por aquellas fechas tuviera la culpa de su rechazo. Por eso no volví a llevar ningún otro a los editores, aunque me lo pidieron. Lo curioso es que me sigan llamando poeta, como tú lo haces frecuentemente. Supongo que esto se debe a lo que se dice sobre que «siempre hay un Dios para los borrachos y para los niños»...

—Estás reaccionando como es normal en los literatos: nunca dejáis de introducir elementos de apoyo a vuestro mensaje, aunque no vengan mucho al caso.

—Tranquilo, amigo. Mejor será que me escuches con sosiego. A lo largo del tiempo que viví en Buenos Aires no tuve noticias de Luisa. En el momento que me llegó del cielo la herencia de aquel tío, del que nadie me había hablado, regresé a Europa, pisé Londres donde me esperaba la fortuna inesperada... Y llevando en mi poder doscientos mil billetes del Banco de Inglaterra, me vine aquí con la mayor celeridad, para tropezarme con la noticia más desesperante: ¡Luisa era una mujer casada desde hacia seis meses! ¡Cuando yo la seguía amando más que nunca! La infeliz se vio obligada a ceder ante las continuas presiones de su familia. Faltó un pelo, debes creerme, para que no cometiese una locura.

Todo lo que te estoy contando tiene muy poco de superfino, como entenderás. Sin embargo, actúe de una forma equivocada, al enviarle una carta apasionada, casi violenta por estar cargada de reproches, que eché al correo. Nunca se me pasó por la cabeza que pudiera caer en manos de su esposo. A los pocos días, éste apareció en mi casa. De repente comprendí mi equivocación, una evidencia que me ayudó a mantenerme tranquilo. Por cierto, aquel hombre también se mostraba tranquilo.

«—Estoy aquí para devolverle su carta —dijo—. La abrí sin darme cuenta, ya que no me considero indiscreto. Ahora me felicito por haber actuado de esa forma. Tengo entendido que es usted un caballero. Admito su dolor, que respeto; sin embargo, confío en que no se proponga, en un inútil esfuerzo, alterar la tranquilidad de mi casa. Si es capaz de analizar los hechos, deberá reconocer que nadie ha pretendido dañarle de una forma voluntaria. Algunas desgracias humanas son imposibles de detener. Usted ha de reconocer, desde este momento, lo que corresponde. Pero conviene que escuche, de mis labios, que me encuentro dispuesto a proteger la armonía de mi hogar con todos los medios a mi alcance, hasta los más desagradables.

»Mientras hablaba no había dejado de palidecer y las últimas palabras acusaron un ligero temblor.

»—Disculpe mi torpeza —respondí—. Para que se vaya usted tranquilo, le diré que pienso viajar a París mañana mismo.

»Creo que yo también me había puesto pálido. Hablaba con esfuerzo; pero debí resultar convincente, ya que él me tendió su mano. Se la estreché. Respeté mi promesa.
Unos seis meses después me llegó un telegrama de Luisa:

»Soy viuda. Nunca he dejado de amarte. ¿Tú sientes lo mismo?
»Su marido había fallecido cuarenta días antes...».
—Ley de vida. La fatalidad de unos puede convertirse en la dicha de otros.
—Eso pensé yo en aquellos momentos, aunque no anduve muy acertado. Creí estar en las puertas del paraíso la noche de nuestra boda y, también, durante los meses que duró nuestro matrimonio. Sin decidirlo de una forma premeditada, evitábamos hablar de él. Por otra parte, en las cosas de Luisa no había nada que le recordase, como tampoco en la casa.

Pienso que no fuimos ingratos con quien se esforzó por vivir de la forma más placentera, lo que nos movía era impedir que cualquier sombra de un recuerdo enturbiase nuestra felicidad. Lo que yo no pude evitar, en muy aisladas ocasiones, fue el pensar que el cuerpo de mi amada había sido poseído por otro hombre, a pesar de que lo hiciera de una forma legítima. Esta idea llegaba a herirme de tal forma, que los escalofríos me hacían temblar de pies a cabeza. Después, luchaba para que ella no lo advirtiese. Claro que la intuición femenina es muy poderosa, por lo que Luisa reaccionaba con la melancolía que inundaba sus ojos durante algún tiempo. Por esta causa, se mostró tan entusiasmada cuando me dio la gran noticia de que el fruto de nuestro amor ya estaba en su seno. Nunca olvidaré aquel momento. Nos habían senado el café, yo me encontraba de pie y ella sentada, como si necesitara recuperarse del cansancio. Luego de comunicarme el feliz acontecimiento, brotó de sus labios un ligero recuerdo del pasado.

«—¡Qué felicidad! —exclamó—. ¡He podido darte esa noticia maravillosa precisamente en estos días!

»En aquel instante se escuchó un golpe tremendo en la puerta, como si alguien estuviera llamando imperiosamente con los puños. Sentimos que el corazón nos daba un vuelco. Yo fui a comprobar quién era, creyendo que podía ser la camarera que se había equivocado. Sin embargo, nada más abrir pude comprobar que allí no había nadie».

—Es posible que te confundiera el ruido que produce el calor al dilatar la madera.
—Yo no me atrevería a utilizar esa explicación, sobre todo si tengo en cuenta lo mucho que Luisa se excitó. Supuse que se debía a la inquietud, porque no había otra forma de entenderlo. Como también me sentía confundido, no supe disimularlo. Los dos nos mantuvimos a la espera. Pero no sucedió nada anormal. A partir de aquel momento pude advertir que Luisa se negaba a quedarse sola. La excitación seguía en ella, sin que se decidiera a reconocerlo, como yo tampoco me atreví a preguntarle...

—Esta conducta tiene una justificación: habíais conseguido, involuntariamente, sugestionaros mutuamente.
—Te equivocas. A los pocos días yo me estaba burlando de aquel sobresalto tan absurdo. La excitación nerviosa de Luisa terminé por achacarla a su embarazo, sobre todo porque no le había abandonado. Después, me pareció que iba recuperando la calma.

Llegaron los momentos del parto. Sin embargo, al cabo de unos meses volví a advertir que la excitación, que se parecía bastante al pánico, se ponía de evidencia en muchos de sus actos. Cuando estábamos en la cama me abrazaba, de pronto, y la sentía fría y muy agitada.

«—¿Qué te ocurre? ¿Algo te ha sentado mal? —le preguntaba con interés.
»—Siento miedo... ¿No lo has oído?
»—No.
»—Ahora se puede escuchar —insistió la noche siguiente.
»—Pues no lo oigo.
»Pero en aquella ocasión creí haber percibido el ligero sonido de unas pisadas dentro del dormitorio, muy cerca de nuestra cama. Aparenté que no pasaba nada con el fin de no aumentar sus temores. Me incorporé un poco, queriendo vello que estaba sucediendo.
»—Es posible que sea algún ratón —comenté, al volver a oír unos sonidos parecidos.
»—¡Estoy muy asustada! —exclamó Luisa.

»La misma escena se repitió durante varias noches seguidas: hacia la medianoche surgían unos ruidos de pasos que se arrastraban, en un increíble deambular alrededor de nuestra cama, como si fueran producidos por una criatura invisible. Creo que los dos terminamos por esperarlos».

—La imaginación calenturienta de ambos aumentaba los temores.
—Crees que me conoces a la perfección. Nunca me he dejado impresionar fácilmente.

Te diré más: el hecho de tener a Luisa a mi lado conseguía que me mostrase más seguro de mis actos. Siempre procuré encontrar un razonamiento lógico: ecos propios de la noche, la llegada de sonidos lejanos que de alguna manera sonaban cerca, fallos de construcción en los suelos y las paredes... Cuando volvimos a nuestra casa, se repitió el mismo fenómeno. Yo diría que hasta con mayor violencia. Unas dos veces la cabecera de nuestro lecho fue sacudida enérgicamente por una fuerza misteriosa. Tuve que saltar al suelo para comprobar lo que estaba sucediendo. Mientras, escondida entre las manos, Luisa no dejaba de balbucir:

«—¡Estoy segura que es él! ¡No hay duda!».
—Disculpa, amigo —interrumpió Mongeri—. En ningún momento pretendo que te enfades con tu esposa; sin embargo, ni aunque me hubiesen entregado todo el dinero del Banco de Inglaterra jamás hubiese contraído matrimonio con una viuda. Puedo asegurarte que en cada una de ellas queda un sello: el recuerdo imborrable del difunto esposo. Se aprecia claramente con esas palabras balbuceantes de «¡estoy segura de que es él! ¡No hay duda!». Es posible que ella creyera encontrarse ante el alma del muerto. En ese él descubrió que no le había olvidado, continuaba existiendo en su mente. Todo es cuestión de simple fisiología.

—De acuerdo. En todo tu planteamiento —reprochó Lelio Giorgi—, ¿qué papel me toca a mí interpretar?
—Continúas sugestionado, lo que resulta palpable por tu forma de reaccionar.
—Entonces, ¿cómo me ocurre sólo con la llegada de la noche? ¿Y a la misma hora?
—Porque lo estás esperando, con lo que terminas provocándolo mentalmente. ¡Todo un prodigio de sugestión mutua!
—¿Tiene una explicación que el fenómeno varíe de una noche a otra, siempre con el añadido de algunos sucesos inesperados? ¿No prueba esto que mi imaginación nunca participa?
—Eso es lo que tú crees erróneamente. Pocas veces somos conscientes de lo que sucede en nuestro interior. Responde a una acción del inconsciente. ¡Vaya, éste también origina algún que otro prodigio!

—Será mejor que prosiga. Deja tus análisis científicos para el final. Ten en cuenta que al llegar el amanecer, lo mismo que a lo largo del día, hablábamos de lo sucedido la noche anterior. Luisa contaba lo que había oído y visto, para confrontarlo con lo sentido por ambos. Creo que con este proceder intentábamos saber si nuestras mentes excitadas, como tú las llamas, nos estaban gastando una broma muy pesada. Sin embargo, terminábamos comprobando que habíamos escuchado y visto las mismas cosas: sonidos de pasos en idénticos lugares, ya fueran pausados o veloces. También coincidíamos al recordar las sacudidas de las cabeceras de la cama, los tirones de las mantas y todo lo demás, Debo añadir que al intentar tranquilizarla con un beso o una caricia, para que no siguiera exclamando: «¡Estoy segura de que es él! ¡No hay duda!», lo que pretendía era enfurecer a ese ser invisible que debía hallarse escondido en nuestra casa. Unas noches más tarde, Luisa se cogió de mi cuello y, uniendo su boca a mi oreja izquierda, con una voz que me hizo estremecer musitó:

«—Acaba de hablarme.
»—¿Qué estás diciendo?
»—He sido incapaz de entender todas sus palabras, aunque sí las últimas: “...¿Me escuchas? ¡Sólo serás mía!”.

»Dado que yo la seguía presionando contra mí, cada vez más fuerte, me di cuenta de que sus brazos eran llevados violentamente hacia atrás. Luisa se opuso a este misterioso sometimiento, sin que le sirviera de nada...».

—¿Te extraña que ella fuera incapaz de oponerse a un poder que nacía de su propia mente? No tenía conciencia de que estaba librando una batalla contra un enemigo que se hallaba en su mente.
—Tienes explicación para todo. Pero... ¡Yo también advertí la presencia de esa fuerza que luchaba en contra de los dos, interponiéndose entre nuestros cuerpos para romper cualquier tipo de contacto! Además, Luisa fue derribada hacia atrás, como si alguien la estuviese empujando... En el momento que se ponía de pie, para atender al niño que se encontraba en la cuna, podíamos ver cómo ésta se balanceaba, a la vez que crujían los hierros que la sujetaban a nuestra cama. También las mantitas terminaban volando por los aires, sin que nadie aparentemente las arrojase fuera... Me niego a creer que estuviéramos sufriendo una alucinación. Yo me levantaba para recogerlas; después, mi esposa las dejaba en su sitio... ¡Hasta que volvían a ser tiradas al suelo, de una forma similar a la anterior!

Para entonces el niño había comenzado a llorar, al ser despertado por las sacudidas de la ropa que le cubría. Sólo hace tres noches Luisa volvió a verse sometida a la maligna influencia de él... Debía encontrarse tan sugestionada, que ni siquiera escuchó mis llamadas de advertencia. Tampoco me vio, aunque me coloqué ante ella... Pude comprobar que estaba charlando con él. Lo escuché perfectamente, y por sus respuestas comprendí lo que él le estaba comunicando:

«—¿Cómo te atreves a culparme de tu muerte? ¡Oh, nunca lo haré! ¿Qué locura puede haberte llevado a suponer algo así? ¿Qué te suministré un veneno...? ¡Me estás insultando! No hables de mi hijo, porque es un inocente... ¿Qué sufres? Sólo puedo rezar por ti, ordenar que se celebren misas en tu memoria... ¿Lo rechazas? ¿Sólo me deseas a mí?

¿De qué forma puedo complacerte? ¡Eres un cadáver!

»Mientras tanto, yo tocaba sus hombros con el deseo, inútil y desesperado, de sacarle de aquel trance mental. De pronto, ella consiguió reaccionar y me preguntó:

»—¿Lo has podido escuchar? Dice que yo le he envenenado. Tú no puedes creerlo... Nunca sería capaz de una atrocidad semejante... ¡Oh, Dios del cielo! ¿Cómo defenderemos a nuestro hijo? ¡Va a asesinarlo! ¿Lo has oído?

»A pesar de no haber escuchado toda la conversación, estaba convencido de que Luisa reaccionaba de una forma lógica. No dejaba de llorar, abrazando estrechamente al niño, que había sacado de la cuna como si pretendiera defenderle de la maldición de él... ¿Qué podemos hacer?».

—Ten en cuenta que vuestro hijo no había sufrido ningún daño. Esto debió tranquilizaros.
—¿De qué pasta crees que estamos hechos? No se sufren sucesos de una naturaleza sobrenatural sin que el cerebro más sólido acuse una transformación. Nunca he sido supersticioso, aunque no se me puede considerar un librepensador. Soy de los indecisos en sus ideas, que se olvidan de los temas religiosos al faltarles tiempo. Pero en este caso, sometido a la influencia de las promesas de mi esposa respecto a «ordenar que se celebren misas en tu memoria...», debí pensar en contar con la ayuda de un sacerdote.
—¿Habéis recurrido a algún tipo de exorcismo?
—No, pero he conseguido que la casa fuese rociada con una gran cantidad de agua bendita. Tomé esa decisión para tranquilizar a Luisa, debido a que cada vez se mostraba más excitada. También yo pensé que podía ser un caso de mentes alteradas o nervios desquiciados... Mi mujer es católica practicante. Ya veo que te sonríes, por eso hubiese querido verte en mi pellejo.
—¿Qué puede evitar el agua bendita?
—Pienso que nada. Pronto comprobamos su ineficacia.
—Tranquilízate. Los científicos a veces utilizamos remedios parecidos, sobre todo al encontrarnos ante unos enfermos de los nervios. Hace tiempo tuve un paciente que estaba convencido de que se le había alargado la nariz excesivamente. Debimos simular que le operábamos, llevándole al quirófano con todo el instrumental necesario y los vendajes. En realidad no le hicimos nada; pero el sujeto se marchó convencido de que habíamos solucionado su dolencia.
—Pienso que el agua bendita ha aumentado nuestros males. Te diré que la noche siguiente... ¡Cómo me estremezco con el simple hecho de recordarlo! Porque todo el odio de él se ha centrado en nuestro hijo. ¿Podemos defenderle? En el momento que mi esposa contemplaba...
—Di mejor: le parecía contemplar...

—¡Contemplaba, amigo mío, contemplaba! Porque yo también lo contemplé a medias. Mi esposa no consiguió aproximarse ni un centímetro más a la cuna, porque se lo impedía una fuerza misteriosa. Comencé a estremecerme al ver lo que ella estaba sufriendo. Alargaba los brazos desconsoladamente hacia nuestro hijo; al mismo tiempo, él (me lo estaba diciendo Luisa) comenzaba a inclinarse sobre el niño que seguía dormido, para hacerle algo terrible... ¡Le absorbía en los labios, igual que si le estuviera chupando la vida o la sangre! ¡Esto mismo se ha venido repitiendo en las tres últimas noches... El niño, nuestro amado hijo, ha quedado completamente desfigurado! ¡Se le ve tan blanco como un cadáver, de lo rosadito que tenía el rostro! Yo creo que él le ha absorbido la sangre, para debilitarlo hasta los límites de la extenuación... ¿Puedes seguir insistiendo en que lo nuestro es un caso de imaginación? Te invito a que le visites...

—¿Acaso se trata de...?

Mongeri hizo una pausa, impresionado. Necesitaba reflexionar, con la cabeza agachada y el ceño fruncido. Súbitamente, le desapareció la sonrisa, entre irónica y lastimera, que había venido manteniendo mientras escuchaba a Lelio Giorgi. Poco más tarde, elevó los ojos, para mirar detenidamente al amigo, que esperaba con ansiedad una respuesta. Y ésta llegó:

—¿Acaso se trata de...? Óyeme con atención. Me niego a darte una explicación lógica, porque estoy convencido de que sería inútil (verás que soy muy sincero contigo). Aunque te haré una recomendación, que acaso provoque tus burlas, sobre todo al venir de mí. Puedes servirte de la misma como te parezca.
—Estoy dispuesto a seguirla al pie de la letra desde este mismo momento.

—Precisaremos algunos días para realizar los preparativos. Colaboraré contigo para concluir en el menor tiempo posible. Ya no me atrevo a dudar de lo que acabas de contarme. He de dejar claro que, a pesar de que los científicos nos mostremos contrarios a estudiar los fenómenos sobrenaturales, desde hace algún tiempo ya no los menospreciamos. Hemos decidido introducirlos en el área de los casos naturales, como si no existiera en nuestro planeta nada anormal. En lo que se refiere al espíritu... Será mejor que de éste se preocupen los creyentes, los beatos y los fantasiosos a los que boy día se les da el nombre de espiritistas. La ciencia considera auténtico el organismo humano: la combinación de huesos y carne que dan forma a los hombres, los cuales desaparecerán con la muerte, pero antes habrán dispuesto de vida y una mente pensante. Separados de éstos queda muy poco... Hace muchos siglos, cuando el ser humano se encontraba próximo a los animales, se servía de ciertas hierbas. Este uso se ha extendido hasta nuestros días, pasando de una generación a otra. En tal labor actúa el instinto defensivo. Pero en el hombre, una vez que se ha reducido ese don primitivo, se mantiene nada más que la tradición. Las mujeres más viejas, en la mayoría de los casos verdaderas brujas, han conservado el curanderismo. Yo estoy convencido de que los científicos debemos ocuparnos de esta circunstancia, porque en el fondo se esconde algo que va más allá de la ignorancia. Disculpa esta extensa digresión... Lo que actualmente cree la ciencia es que no finaliza la vida al llegar la muerte aparente de un individuo, porque puede seguir funcionando algo más. Esto lo han comprendido hace mucho tiempo las supersticiones populares —debemos utilizar estas palabras— al hablar de los vampiros y de la forma de combatirlos. Estas criaturas diabólicas viven más que las pacíficas. Son casos singulares, aunque nos cueste admitir la inmortalidad del alma o la del espíritu. Por favor, deja de mirarme con los ojos desorbitados, ni muevas la cabeza al suponer que me equivoco.

Aunque tu caso forme parte de lo insólito, quizá se pueda explicar con razonamientos científicos si nos fijamos en los recursos más primitivos. ¿Conoces cuáles son las mejores defensas contra el ataque de los vampiros, cuando éstos creen que necesitan la sangre humana para prolongar su existencia? Se basa en adelantar la destrucción total de sus cuerpos. En los lugares donde aparecen esos demonios, las viejas más experimentadas aconsejan a los campesinos que vayan a los cementerios, desentierren a los muertos y los quemen... Se ha comprobado que es la mejor forma de matar a los vampiros. Como en tu caso el fenómeno no deja de producirse. Me has contado que vuestro hijo...

—Es mejor que vengas a examinarle. Ha cambiado por completo. Luisa está desesperada de sufrimiento y terror. También yo voy a enloquecer ante esa presencia demoníaca. Sin embargo... Inútilmente me digo: «¡No es cierto! ¡Lo que nos está sucediendo es un mal sueño!». En ocasiones he tratado de tranquilizarme al pensar: «De ser verdad... ¿No tendría que considerarlo una prueba de amor? Ella utilizó el veneno para recuperarme...». ¡Pero esto es absurdo! No puedo explicarlo, ya que el hecho de aceptarlo me causa una gran repugnancia, una necesidad imperiosa de escapar, de huir del acoso maligno de él... Todas las noches insiste en sus reproches. Lo sé por las repuestas que da Luisa en esos misteriosos diálogos que mantiene con el ser invisible. Ella se queja y protesta:

«—¿Cómo puedes seguir diciendo que te envenené?
»Mi vida soporta unas experiencias inaguantables. Hace meses que venimos sufriendo este suplicio sin contárselo a nadie, por miedo a que se burlen de nosotros las gentes que se consideran libres de prejuicios... Tú eres el primero que lo conoce. La desesperación me ha empujado a confiártelo, con el fin de encontrar un apoyo, un consejo científico o cualquier vía de escape. Luisa y yo lo habríamos padecido indefinidamente, con la esperanza de que algún día finalizaría, de no haber afectado tan gravemente a nuestro inocente hijo.

»—Tenéis que quemar el cadáver. Es un consejo que te doy como amigo y, además, como científico. A tu esposa, por su condición de viuda, le será permitido exhumar los restos. En lo que se refiere a las autoridades, te ayudaré en las diligencias oportunas. Esto no irá en contra de las normas científicas, de las que soy un fiel cumplidor. Nunca se alteran las normas al servirse del empirismo, porque las supersticiones las enriquecen en los casos excepcionales. Quizá descubramos verdades desconocidas. ¡Tienes que quemar el cadáver!

»—¿Qué será del niño? —preguntó Lelio Giorgi, al mismo tiempo que se retorcía las manos—. Cierta noche me asaltó un arrebato de dolor, y me arrojé hacia el lugar donde supuse que él se encontraba. Lo hice gritando:
»—¡Vete de aquí, maldito!

»En aquel mismo instante sentí que algo me detenía, para dejarme clavado en el suelo, con la voz que se ahogaba en mi garganta, con lo que sólo brotaban en forma de un doloroso estertor. No te lo puedes ni imaginar...».

—Deseo encontrarme con vosotros esta misma noche.
—Pareces sincero.
—¿Cómo podría engañarte después de todo lo que me has contado?
—Te has olvidado de un hecho muy importante: el agua bendita empeoró la situación. ¿No ocurriría lo mismo con tu presencia? Será mejor que lo dejemos para mañana. Esta noche Luisa y yo la pasaremos solos. Luego yo te contaré lo que haya sucedido.

A la mañana siguiente apareció tan aterrorizado, igual de desesperado, que Mongeri llegó a dudar si las facultades mentales de su amigo no habían sido dañadas del todo.

—¡Estoy convencido que él se ha enterado de nuestro trato! —balbució Lelio Giorgi nada más entrar en el estudio—. ¡Qué noche tan infernal! Luisa le ha escuchado blasfemar, aullar, amenazamos con horribles represalias si intentamos...
—Esto me convence aún más de que hemos de encontrarnos los tres juntos esta misma noche.
—Si hubieras podido ver la cuna agitada, con tanta violencia que no me explico cómo el niño no ha caído al suelo... Luisa se arrodilló, suplicando piedad y gritando: «¡Aceptó ser tuya para siempre! ¡Me tendrás por entero! Pero deja de perjudicar a este infeliz...».

Precisamente en aquel instante tuve la sensación que el vínculo de unión entre ella y yo se había roto, ¡pues mi mujer ya era totalmente de él!

—Tranquilo, porque le doblegaremos. Ten confianza en mí. Deseo encontrarme con vosotros esta noche.

Mongeri había tomado la decisión seguro de que su presencia impediría la manifestación del fenómeno. Se decía con firmeza esto:

—«Suele ocurrir con frecuencia. Los poderes misteriosos son neutralizados por unas energías indiferentes, inesperadas. ¿A qué obedece? Es posible que algún día tenga una respuesta. Ahora lo que corresponde es mantenerse atento, para que el estudio sea muy provechoso».

Aquella noche las cosas sucedieron como Mongeri había supuesto. Luisa no dejó en ningún momento de escudriñar el dormitorio con ojos aterrorizados, al mismo tiempo que escuchaba. Nada. La cuna seguía inmóvil. En su interior el niño aparecía pálido y demacrado, pero dormía plácidamente. Lelio Giorgi era incapaz de contener la agitación que le dominaba. Miraba a Luisa y al amigo científico, sin que la sonrisa de éste le tranquilizase.

Finalmente, se decidieron a hablar de cosas triviales, como si pudiera servirles para olvidar las preocupaciones. Mongeri dio comienzo al relato de una aventura ocurrida en uno de sus frecuentes viajes. Como era un excelente conversador, creyó que podría distraer a sus amigos, sin dejar de estudiarlos atentamente. Quería seguir el fenómeno paso a paso, por si se repetía en el momento más inesperado. Ya comenzaba a convencerse de que su intervención había sido de lo más favorable, cuando en el momento que sus ojos se fijaron en la cuna, pudo advertir que ésta se movía ligeramente sin que nadie la tocara. No le quedó más remedio que callar, para llamarles la atención sobre lo que estaba sucediendo. Acto seguido, Luisa y Lelio se incorporaron al mismo tiempo. Los balanceos de la cuna iban aumentando gradualmente. Y al darse ella la vuelta para mirar hacia el lugar que ocupaba el ser invisible, se la pudo escuchar:

—¡Ya ha vuelto! ¡Dios mío, pobre niño mío!

Intentó avanzar para proteger a su hijo; sin embargo, él se lo impidió. Terminó desplomándose en un sillón, en el que anteriormente había estado sentada junto a su marido. Se hallaba muy pálida, su cuerpo temblaba al borde del ataque epiléptico y sus ojos desorbitados no se separaban de la cuna, al mismo tiempo que balbuceaba unas palabras imposibles de entender al estar mezcladas con unos estertores de ahogo.

—No puede ser nada importante —afirmó Mongeri, poniéndose de pie para sostener la mano de Lelio, el cual se había acercado lleno de pánico dando muestras de necesitar ayuda.

De repente, la mujer se incorporó un instante, hasta que un estremecimiento más intenso le obligó a caer sobre el sillón. Sin dejar de mirar en todo momento hacia la cuna, donde debía estar ocurriendo algo que los dos hombres no veían. Pero consiguieron escuchar las palabras femeninas:

—¿Qué te hace creer que deseo tu mal? He estado rezando por ti... Se han celebrado misas en tu memoria. Pero el pasado no se puede modificar... ¡Tú eres un muerto! ¿Qué te consideras vivo? Entonces, ¿cómo sigues acusándome de haberte envenenado? ¿Crees que lo hice de acuerdo con mi actual marido? Sé lo que te he prometido, y lo voy a mantener... ¿Para engañarte? ¿Qué Lelio me proporcionó el veneno...? ¡Es absurdo! Te han engañado... Los muertos no saben toda la verdad... De acuerdo, reconoceré que estás vivo... Nunca te llamaré de esa manera...

—Se halla en una fase de trance espontáneo —musitó Mongeri al oído del amigo—. Permíteme.

Le agarró por los pulgares y, unos minutos más tarde, gritó alzando la voz al máximo:

—¡Luisa!

Pero ella le respondió con una voz ronca y varonil, lo que provocó que Mongeri se sobresaltara. La mujer se había incorporado con una faz tétrica, con tal gesto de crueldad que parecía otra persona. La divina belleza de su rostro, aquella fascinación, la bondad casi virginal que emanaba el mismo, siempre acompañado por la dulzura de unos ojos azules o de los siempre palpitantes labios sensuales, la hermosura sin par, había desaparecido totalmente.

—¿Qué deseas? ¿Cómo te atreves a meterte en lo que no te importa?

El científico intentó recuperar el dominio de sus actos. La natural desconfianza que siempre había alimentado se estaba dejando influir, acaso por un efecto de inducción, del estado alucinatorio existente en la habitación. Pero no dejaba de contemplar cómo la cuna seguía balanceándose sin que nadie, aparentemente, la tocase. La ocupaba el niño, que dormía tranquilamente. Intentó concentrarse en la presencia del vampiro. Se acercó hasta el lugar donde suponía que éste se encontraba, mientras se reprochaba su anterior cobardía al haber retrocedido por el simple efecto de unas palabras.

—¡Termina con esto de una vez! —ordenó Luisa, con una voz que no era la suya, como si se diera órdenes a sí misma—. ¡Te lo ordeno!

Cada una de sus expresiones encerraba tal grado de crueldad, que se impusieron a la excitación nerviosa, al enervamiento, que ella sufría. Por este motivo soltó una larga carcajada, como una respuesta al «¡te lo ordeno!», lo cual provocó que Mongeri no dudase en repetir:

—¡Termina con esto de una vez! ¡Te lo ordeno!
—¡Vaya, vaya...! —se burló esa voz varonil, que continuaba saliendo de la boca de Luisa—. ¿No te importa convertirte en el tercero... que goce de esta noche? ¿Acaso te propones envenenarle a él?
—¡Te equivocas! ¡Yo no cometo esas infamias!

El científico no había podido evitar dirigirse al fantasma que estaba dominando a la esposa de su mejor amigo, como si fuera un ser vivo. Sin embargo, su lúcido cerebro se vio perturbado inesperadamente, a pesar de los esfuerzos a que se sometía para no ser doblegado. Repentinamente, sintió que una mano invisible le golpeaba. Lo hizo dos veces seguidas: en la espalda y en el hombro derecho. Entonces, vio aparecer en medio de la claridad artificial una mano pardusca, casi transparente, como si hubiera sido formada con humo, que contraía los dedos con rápidos movimientos. No obstante, éstos iban adelgazando paulatinamente, igual que si el calor de la llama los evaporasen.

—¿Te das cuenta ahora...? —preguntó Giorgi, sirviéndose de una voz mezclada con sollozos alimentados por la angustia y el terror.

De repente, terminaron todos los fenómenos. Luisa comenzaba a recuperarse de su estado de trance, igual que si despertara de un sueño normal. Miró a su alrededor, recorriendo toda la estancia, preguntando en silencio a su esposo y a Mongeri. Al mismo tiempo, éstos se interrogaban sin disponer de respuestas, llenos de asombro ante aquella sensación de tranquilidad o, mejor expuesto, de libertad. De esta manera recuperaron la respiración y se sosegaron los latidos de sus corazones. Continuaron en silencio.

Únicamente un ligero gemido del niño les obligó a llegar, angustiados, junto a la cuna. Comprobaron que el pequeño se agitaba en medio de unas convulsiones, empezando a llorar... ¡Porque algo le estaba oprimiendo la boca, con tanta fuerza que no pudieron escucharse sus lamentos! Sin embargo, este suceso tuvo su final muy pronto, y ya no ocurrió nada más.

A la mañana siguiente, cuando Mongeri se disponía a salude la casa, estaba convencido de que los hombres de ciencia pueden cometer grandes errores al negarse a analizar de cerca los sucesos relacionados con las supersticiones populares. También recordaba lo que había dicho a su amigo algunas semanas atrás: «...ni aunque me hubiesen prometido todo el dinero del Banco de Inglaterra jamás hubiese contraído matrimonio con una viuda».

Admitió que había cumplido el papel de un científico, al llevar el experimento hasta las últimas consecuencias sin preocuparse de sí mismo. En el caso de que con la cremación del cadáver del primer marido de Luisa no se hubiera logrado nada, su reputación hubiese sufrido el descrédito de sus colegas. Pese a que los resultados apoyaban las creencias populares, ya que los fenómenos habían cesado en el momento que el vampiro fue convertido en cenizas, le costaba mostrarse sincero del todo. Se negaba a reconocer: «El suceso se produjo de esta manera, porque yo mismo lo contemplé. Además, el remedio adoptado resultó definitivo, al demostrar que la superstición popular respondía a una verdad probada. La ciencia debe aceptar que los vampiros son destruidos definitivamente al ser quemados sus cuerpos». No estaba dispuesto a dar este paso. Describiría los hechos, dejando en los momentos cruciales unos peros que no le comprometiesen. También se serviría de términos como alucinación, sugestión, inducción nerviosa y otros similares. Era necesario que defendiera su prestigio.

Lo más singular del caso es que como hombre tampoco actuó de una manera lógica. Porque cuando había proclamado «que no se casaría con una viuda», se casó con otra que disponía de una dote de sesenta mil libras. Y en el momento que Lelio Giorgi le preguntó burlonamente: «¿Cómo has caído en las redes de una mujer de tal clase?», el científico se cuidó de responder. «Te aseguro que en ella no hay ni dos átomos del cuerpo de su primer marido. ¡Ten presente que falleció hace más de seis años!». Pero sin caer en la cuenta de que estaba contradiciendo su tesis científica sobre Un supuesto caso de vampirismo que, por cierto, él mismo había escrito.
Luigi Capuana (1939-1915)



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