Drácula
ha llegado a ser el icono por excelencia del vampirismo. Pero
infinitamente más horrible fue el personaje histórico que inspiró a Bram
Stoker a escribir su novela.
Vlad
Basarab, auténtico y cruel conde Drácula, nació en la ciudad
transilvana de Schassbürg hacia 1430. A su padre, famoso por su
crueldad, lo llamaban el Dracul o Dragón, sin embargo, si Vlad Dracul
era cruel, era apenas un aprendiz en comparación con su hijo Vlad
Drácula – Hijo del Dracul – quien era llamado así en doble sentido:
Drácula: el dragón, y Drácula: el diablo.
Vlad
Drácula fue príncipe de Valaquia, parte de lo que hoy es Rumania
meridional, en 1448, desde 1456 hasta 1462 y de nuevo en 1468. Aunque
famoso por su valor en la guerra contra los turcos, su sobrenombre
‘Tepes’ – El Empalador – no lo ganó como guerrero sino como asesino
depravado cuyo sadismo resultaba excesivo incluso para sus sanguinarios
contemporáneos, ya que durante su cautiverio con los turcos, de ellos
aprendió lo que fue después su deporte favorito: El empalamiento, el
cual consistía en ensartar a sus víctimas en estacas o lanzas y clavar
estas en el suelo, dejando morir a la víctima clavada, a veces se solían
usar lanzas de punta roma para prolongar el sufrimiento. A veces los
carceleros de Vlad Drácula le regalaban ratas y pequeñas estacas para
que las empalara en el interior de su celda y tuviera “con que
divertirse” en prisión.
En
la época del gobierno de Drácula, el trono de Valaquia estaba amenazado
desde el exterior por turcos y húngaros, y en el interior por nobles
hambrientos de poder que luchaban entre sí con bestial ferocidad. Vlad
consiguió sortear todas las amenazas a su corona dando muerte a sus
adversarios políticos así como a sus familiares y amigos y traicionando a
sus colegas. Al ostentar el poder supremo durante muchos años, y tener a
la mano a una multitud de cautivos, pudo permitirse un placer mucho más
exquisito que las emociones fuertes del combate: La tortura.
Ver morir lentamente a personas aterrorizadas al parecer fue el hobbie predilecto del Empalador. Acostumbraba a seleccionar a sus juguetes humanos al azar, cortarles las manos y pies y empalarlos después en agudas lanzas y estacas, o bien mandarlos a hervir vivos en aceite. Apenas necesitaba un pretexto para que 50 personas enloquecidas por el dolor lo entretuviesen a un mismo tiempo, y las crónicas de historiadores europeos cuentan que durante uno de sus accesos de furor, 30 000 de sus innumerables enemigos murieron de ese modo.
El
año 1476 fue su culminación y final. Todos los horrores del pasado
habían sido un mero preludio a la atrocidad de la última orgía de Vlad
Tepes. Había cadáveres empalados en todas las encrucijadas de las
afueras de su castillo, otros desparramados alrededor de su palacio y
cabezas y miembros cortados y apilados en barreños. En esta escena de
pesadilla irrumpió el sultán Mohamed II y su ejército, llegados no por
venganza ni para destruir a un monstruo incalificable, sino para
castigar al rumano por negarse a pagar tributo al sultán. En el choque
de ambos ejércitos cayó Vlad Drácula, y su cabeza fue llevada a
Constantinopla en un recipiente con miel por uno de los turcos
victoriosos. Su cuerpo yace sepultado en una tumba sin lápida.
Las
leyendas del sanguinario tirano persistieron a través de los siglos,
dando visos de realidad de que Vlad Drácula era un vampiro. Lejos de la
fantasía del folclore y más cerca de la realidad es que no pasaba de ser
un desalmado que se deleitaba vertiendo sangre, pero que al parecer
nunca le nació el instinto de beberla o bañarse en ella – como muchos
erróneamente creen – y aunque en Occidente no pasa de ser considerado un
asesino, en su país natal Rumania, es héroe nacional.
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