Los
misterios de la fe son los misterios de la sangre, por esta razón,
todos los misterios religiosos son también los misterios de la sangre.
No hay cultos sin sacrificios, ni dioses sin sed de sangre. El
sacrificio no sangriento no podría existir sino como metáfora de la
verdadera sangre, cálida y humeante, clamando siempre, por su virtud
divinamente expiatoria; sobre el altar como sobre el Calvario
Los dioses de la antigüedad adoraban la sangre, y los demonios y vampiros tenían sed de ella. Es lo que había hecho pensar al conde Joseph de Maistre que el suplicio suplicaba, que el patíbulo era un complemento del altar, y que el verdugo era un sustituto del sacerdote.
Veamos qué tiene para decirnos Paracelso, el genial médico y alquimista.
Es
del vapor de la sangre, de dónde la imaginación saca todos los
fantasmas que engendra. Las visiones son el delirio de la sangre; es el
agente secreto de las simpatías, propaga la alucinación como un sutil
veneno; cuando se evapora su serum se dilata, sus glóbulos se hinchan,
se deforman y dan cuerpo a las más extrañas fantasías.
Es decir, cuando la sangre se agita en el exaltado cerebro de San Antonio o de Santa Teresa, realiza, para ellos, quimeras más extrañas que las de Borges, Lovecraft o de Goya. Nadie inventaría los monstruos que la sangre hace brotar de las brumas de la imaginación. La sangre es el poeta de la mente.
La Sangre en el Mito
Los
soberanos pontífices de los antiguos cultos eran todos sacrificadores
de hombres, y todos los dioses han gustado de la carne y la sangre.
Moloch difería de Jehová sólo por carecer de ortodoxia; el dios de
Jefté tenía misterios parecidos a los de Belus, y los monjes de la edad
media se sangraban periódicamente, al igual que los sacerdotes de Baal.
Se ha dicho que la sangre es la madre de los fantasmas; pues su imagen se agita en la tragedia y vivifica al mito en su esencia: pide la sangre de Higenia; maldice a los sacerdotes y venga a su hija con el asesinato de ; , inducido por los oráculos, mata a su madre y busca en lo profundo de la Querosonesa Táurica el ídolo sangriento de la Artemis vengadora. Incluso, ya en épocas cristianas vemos una clara muestra de la importancia del sacrificio en las palabras de el terrible Jerónimo el Sacerdote, quién así le escribía a su discípulo Eliodoro:
Si tu padre se acuesta sobre el umbral de la puerta,
si tu madre descubre ante tu vista el seno con el que os alimentó,
holla con los pies el cuerpo de tu padre, pisotea el seno de tu madre, y con los ojos secos,
acude al llamado del Señor.
La Sangre en la Tradición.
No
sólo el paganismo centró su culto en la sangre; Abel, primogénito de
Adán, probablemente sea el primer personaje de la tradición
judeocristiana en practicar una especie de sacerdocio sangriento. Fué
el primero en derramar la sangre de las criaturas de Dios. Ofrecía al
Señor, dicen las Escrituras, las primicias de su rebaño. Caín, por el
contrario, ofrecía solamente frutas a Dios. El Señor rechazó las frutas
y optó por la sangre, pero no hizo que Abel fuese intocable, porque la
sangre de los animales es la figura y no la realización del verdadero
sacrificio. Fue entonces cuando el rencoroso Caín consagró sus manos en
la sangre de Abel, convirtiéndolo en el primer sacrificio humano.
No
eran solamente Baal o Nisroch quienes clamaban por sangre, el Dios del
Antiguo testamento disfrutaba con celestial placer de la sangre de los
reyes: Josué le ofrecía hecatombes de monarcas vencidos; Jefté
sacrificaba a su hija; Samuel cortaba en pedazos al rey Agag sobre la
piedra sagrada de Galgal. Los ejemplos son innumerables.
Es
curioso, los dioses que tanto temor causaban a los piadosos judíos y
luego a los cristianos, son apenas tenues reflejos de lo que ellos
mismos proponen cómo castigo a los réprobos. Moloch,
en cuyo ídolo se quemaban niños vivos, consumía nada más que la carne
mortal, liberando el alma para que vagase libre por los nueve mundos.
Sólo los civilizados judíos y cristianos fueron capaces de concebir un
Dios cuya cólera es eterna e imposible de aplacar; un Dios que condena
a una eternidad de suplicios y tormentos por unos pecados acaso
pueriles. Básicamente, el monoteísmo destruyó la hoguera de Moloch para
instaurar la antorcha inmortal del infierno; impasible e incólumne, en
dónde los cautivos sufren indecibles tormentos, mientras el Señor hace
oídos sordos a sus ruegos de clemencia. Los griegos se hubiesen reido
de ésto, tanto de un Dios con el que no puede negociarse, como de la
idea de un castigo eterno.
El sacerdote
antiguo no asesina, no ejecuta, sacrifica. El sacrificador asume sobre
él y resume sobre sí todas las faltas y pecados. He aquí la gran
revolución racional de Jesús. Sacrificar a otros para sí, éste es el
antiguo dogma de Cronos y Zeus, de los Césares y los augures.
Sacrificarse para otros, es la verdad del mundo nuevo. Matar para vivir
era la gran felicidad de los antiguos misterios. Morir para que otros
vivan, es el legado, quizás el único con efectos incontrastables en la
civilización, de aquel reformador y baluarte de la libertad que fue
Jesús.
Así Dios se sacrifica a sí mismo
como único medio de redimir a la humanidad. En adelante, cada hombre
pertenece a Cristo, el máximo sacrificador; quien ha pagado con su
sangre inocente la totalidad de las faltas de la Creación. Desde
entonces cada hombre es llamado al arrepentimiento, y cualquiera que
pueda arrepentirse es sagrado.
La Sangre del Nigromante.
Tanto
en los oscuros abismos del pasado, así como en la antigüedad clásica y
aún en la edad media, se evocaba a los muertos mediante el
derramamiento de sangre. Se cavaba un foso, se vertía en él vino,
perfumes embriagadores, y la sangre de una oveja negra. Las terribles
brujas de Tesalia le agregaban la sangre de un niño. Los sacerdotes de
Baal, durante una exaltación frenética, se hacían incisiones en todo el
cuerpo y reclamaban apariciones y milagros a los espesos vapores de su
propia sangre.
Entonces, todo comenzaba
a tomar forma a su alrededor, fantásticas formas danzaban ante sus
extraviados ojos; la luna adquiría el color de la sangre derramada, y
hasta creían verla caer del cielo. De la tierra surgían seres horribles
e informes; aparecían visiones esquivas que lentamente iban tomando
cuerpo: cabezas pálidas y sórdidas como viejas mortajas, cubiertas con
la putrefacción de la tumba, venían a inclinarse sobre el foso y
estiraban su lengua seca para beber la sangre derramada. El mago,
debilitado y herido, blandía contra ellas su espada, hasta que
apareciera la forma esperada, y con ella el ansiado oráculo.
A menudo, en éste momento el Nigromante
caía exhausto. Si estaba solo, sin nadie que le prestase ayuda, se le
encontraba muerto al día siguiente, y se decía que los espíritus se
habían saciado con su sangre.
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