El Conde Magnus (Count Magnus) es uno de los relatos de vampiros más conocidos de la literatura inglesa, y quizás uno de los mejores del escritor Montague Rhodes James. De hecho, este cuento de vampiros encabeza la célebre antología de terror de M.R. James: Count Magnus and other ghost stories.
Podría decirse que El Conde Magnus
pertenece a una segunda línea dentro de la literatura vampírica. Quizás porque su vampiro no aparece como un ente
concreto, sino que deambula entre la alucinación y la demencia del
protagonista; aunque esta argumentación queda destrozada cuando
analizamos que Drácula, la gran novela sobre
vampiros, nos presenta a un conde esquivo, surgiendo siempre al
margen, interposita persona,
diría un escolástico.
No, la verdad tras la marginalidad de El Conde Magnus es que no tiene nada
de comercial, nada que remotamente pueda traducirse en los sueños
lúbricos de los lectores adolescentes. La sutileza de M.R. James se destaca precisamente en
su esencia. El autor sugiere, invita a que el lector culmine los atisbos
alucinatorios del protagonista, jamás revela una forma definida, porque
el verdadero horror se evoca,
jamas se define.
Tampoco es justo afirmar que El Conde Magnus sea un relato desconocido. Nada más lejos de
la realidad. Hasta la música ha conjurado algunos pasajes del cuento: El pianista inglés Kaikhosru Shapurji Sorabji escribió una pieza para
piano titulada Quære reliqua hujus materiei inter secretiora.
Sentencia determinante dentro del relato
de James; aunque este detalle sólo es valioso para los
coleccionistas de curiosidades.
El Conde Magnus.
Count Magnus; M.R. James (1862-1936)
Count Magnus; M.R. James (1862-1936)
De qué modo llegaron a mis manos
los documentos que me han servido para tejer una historia coherente es algo que el
lector averiguará al final. Sin embargo, es preciso que estos extractos
vayan precedidos de una aclaración sobre la forma en que obran en mi
poder.
Consisten en una serie de textos compilados para un libro de viajes, literatura de moda en el siglo XIX,
durante los años cuarenta y cincuenta. Un buen ejemplo es el Diario de
una estancia en Jutlandia y las islas danesas, de Horace Marryat. Por lo
general estos libros hablaban
de alguna región poco conocida; ilustrados con xilografías, y daban
información sobre alojamientos y medios de comunicación como esperamos
encontrar hoy en cualquier guía turística, y consistían en entrevistas
con hombres cultos, posaderos ocurrentes y campesinos parlanchines;
gente abierta en una palabra. La idea era compilar material para un libro así.
Su autor es un tal
señor Wraxall. Lo que sé de él procede de los datos que aportan sus escritos, de los que infiero que era
un hombre de mediana edad, posición acomodada, y solo. Por lo visto
carecía de residencia fija en Inglaterra y era asiduo de hoteles y
posadas. Es probable que abrigara la idea de establecerse en un futuro
que jamás llegó para él; y creo también que muy posiblemente el incendio
del Panthecnicon de principios de los setenta destruyó gran cantidad de
material que habría arrojado abundante luz sobre sus antecedentes,
porque alude una o dos veces a las pertenencias que guardaba almacenadas
en ese establecimiento. Parece ser, además, que el señor Wraxall había
publicado un libro a propósito
de unas vacaciones que había pasado una vez en Bretaña. Salvo eso, no sé
nada más de tal libro, porque
después de buscarlo activamente en las bibliografías he llegado al
convencimiento de que debió de sacarlo a la luz de manera anónima o bajo
seudónimo.
En cuanto a su carácter, no es difícil formarse una
opinión. Debió de ser un hombre inteligente y culto. Parece que estuvo a
punto de entrar en el consejo de gobierno de su Colegio de Oxford, el
de Brasenose, según deduzco del calendario. Su principal defecto fue una
excesiva curiosidad; un defecto quizá positivo en un viajero, pero que
éste en concreto pagó bastante caro al final. Estaba elaborando el
esquema de otro libro sobre la
que resultó ser su última expedición. Escandinavia, una región no tan
conocida por los ingleses hace cuarenta años, le había parecido un campo
interesante. Debió de topar con unos cuantos libros antiguos de historia
o memorias de Suecia, y se le ocurrió que había materia para una
descripción del viaje por Suecia, entremezclado con episodios de la historia de alguna gran familia
sueca. Así que se proveyó de cartas de presentación para personas
importantes en Suecia, y partió a principios del verano de 1863.
No
hace falta que hable de sus viajes por el norte ni de su estancia en
Estocolmo. Sí debo decir que cierto savant residente le puso tras la
pista de una importante colección de documentos familiares
pertenecientes a los propietarios de una antigua mansión de
Vestergothland y le consiguió un permiso para examinarlos. Llamaremos a
dicha mansión Rábäck (pronunciado algo así como Roebeck), aunque no es
ése su nombre. De los edificios de su género, es uno de los mejores de
toda la comarca, y el grabado de 1694 que lo reproduce en Suecia antigua
et moderna, de Dahlenberg, lo muestra prácticamente tal como el turista
puede verlo hoy. Se construyó poco después de 1600, y en términos
generales es muy semejante a las casas inglesas de ese período en lo que
respecta a materiales -ladrillo rojo y de piedra-. El hombre que mandó
construir esta mansión era vástago de la gran casa de De la Gardie, y
sus descendientes aún son dueños de ella. De la Gardie es el apellido
con que les voy a designar cuando tenga que hablar de ellos.
Acogieron
al señor Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le insistieron en
que se alojara en la casa durante sus investigaciones. Pero prefiriendo
la independencia, y desconfiando de su capacidad para conversar en
sueco, se instaló en la posada del pueblo. Este arreglo suponía hacer
andando todos los días, contando la ida y la vuelta, algo menos de una
milla hasta la mansión, que se alzaba en un parque y la rodeaban
-diríamos que ocultaban- unos cuantos árboles añosos y corpulentos.
Cerca de ella encontrabas el jardín vallado, y a continuación una
apretada arboleda que bordea uno de esos lagos de que está salpicado el
país. Después venía el muro que cerraba la propiedad, y ascendías a un
empinado monte, y en la cima estaba la iglesia cercada de árboles altos y
oscuros: era un edificio singular para unos ojos ingleses. La nave
central y las laterales eran bajas, y estaban ocupadas con bancos y
galerías. En la galería oeste se alzaba un órgano antiguo, de colores
alegres y tubos plateados. El techo había sido decorado por un artista
del siglo XVII con un extraño y horrendo juicio final lleno de llamas
pálidas, ciudades que se derrumbaban, barcos ardiendo, almas llorando y
demonios marrones y sonrientes. Del techo colgaban coronas de latón; el
púlpito era como una casa de muñecas, y estaba cubierto de pequeños
querubines y santos en madera policromada; adosado al atril del
predicador había un estante con tres ampolletas. Cosas así pueden verse
hoy en muchas iglesias suecas, pero lo que distinguía a ésta era un
añadido al edificio original.
Adosado al extremo este de la nave
norte, el dueño de la mansión había erigido un mausoleo para él y su
familia. Consistía en un edificio octogonal alargado, iluminada por una
serie de ventanas ovaladas, y con el techo en cúpula, coronado por una
especie de calabaza que se prolongaba hacia arriba en espiral, forma que
les gustaba enormemente a los arquitectos suecos. La cubierta era de
cobre y estaba pintada de negro, mientras que los muros eran blancos.
Este mausoleo carecía de acceso desde la iglesia; tenía su pórtico y
escalinata en la fachada norte. Pasado el cementerio que rodea la
iglesia arranca el camino del pueblo, y en sólo tres o cuatro minutos se
llega a la puerta de la posada.
El primer día de estancia en
Rábäck, el señor Wraxall encontró la iglesia abierta, y tomó notas del
interior que acabo de resumir. No pudo entrar en el mausoleo. Observó,
mirando por el ojo de la cerradura, que tenía bellas imágenes de mármol,
sarcófagos de cobre y abundantes ornamentos heráldicos, cosa que le
puso muy ansioso en pasar un buen rato inspeccionando. Los papeles que
examinó resultaron ser del tipo que quería incluir en su libro. Había correspondencia familiar,
diarios y libros de los
primeros dueños, todo guardado y escrito con letra clara, lleno de
detalles curiosos. El primer De la Gardie aparecía en ellos como un
hombre fuerte e inteligente. Poco después de construida la mansión hubo
un período de agitación en la comarca, los campesinos se habían
levantado y habían atacado varios castillos causando algún estrago. El
dueño de Rábäck tuvo un papel destacado en la represión de la revuelta, y
se hacía referencia a la ejecución de los cabecillas y a diversos
castigos infligidos con mano implacable.
El retrato de este tal Magnus de la Gardie era de los
mejores que había en la casa, y el señor Wraxall lo estudió con interés.
No da una descripción detallada de él, pero intuyo que el rostro debió
de causarle impresión más por su fuerza que por su belleza; de hecho,
dice que el conde Magnus era un hombre fenomenalmente repugnante.
Ese
día el señor Wraxall cenó con la familia y regresó andando ya tarde,
aunque aún no era de noche.
Recordar preguntarle al sacristán
-escribe- si puede dejarme entrar en el mausoleo junto a la iglesia.
Está claro que él sí puede porque le he visto esta noche delante de la
puerta.
Encuentro que al día siguiente, por la mañana temprano,
el señor Wraxall tuvo una conversación con el posadero. Al principio me
sorprendió que la consignara con detalle, pero en seguida me di cuenta
de que los papeles que tenía ante mí eran, inicialmente al menos,
material para el libro que
pensaba escribir, y que iba a ser de esas obras que admiten la inclusión
de entrevistas. Su propósito, dice, era averiguar si subsistía alguna
noticia oral del conde Magnus de
la Gardie en el escenario donde desplegó sus actividades, y si gozaba o
no de la estima popular. Averiguó que el conde no era querido. Si sus
colonos llegaban tarde al trabajo se les ataba al potro, o eran azotados
en el patio de la mansión. Hubo uno o dos casos de dueños de tierra que
adentraron su linde en los dominios del señor, y cuyas casas habían
ardido de manera misteriosa una noche de invierno con toda la familia
dentro. Pero lo que parecía tener más impresionado al posadero -porque
volvió sobre ello más de una vez- era que había tomado parte en la
Peregrinación Negra, de la que se había traído algo o a alguien.
Naturalmente,
me preguntaréis -como hizo el señor Wraxall- qué es eso de la
Peregrinación Negra; pero vuestra curiosidad tendrá que quedar
insatisfecha, como quedó la del señor Wraxall. El posadero eludió darle
explicaciones, o responderle siquiera; y al requerirse su presencia en
otra parte, se apresuró a marcharse con evidente alivio, asomando la
cabeza por la puerta unos minutos después para decir que tenía que salir
para Skara y que no estaría de vuelta hasta la noche. Así que el señor
Wraxall tuvo que acudir un poco frustrado a su trabajo diario en la
mansión. Los papeles que tenía entre manos en ese momento dieron muy
pronto otro curso a sus pensamientos, ya que se trataba de la
correspondencia entre Sophia Albertina, de Estocolmo, y su prima casada
Ulrica Leonora, de Rábäck, durante los años 1705-1710. Las cartas eran
de excepcional interés, dada la luz que arrojaban sobre la cultura de
ese período en Suecia, como puede confirmar cualquiera que las haya
leído en el Boletín de Manuscritos Históricos de Suecia, donde se
publicaron en su totalidad.
Por la tarde había terminado con
ellas, y tras devolver las cajas donde se guardaban a su sitio en la
estantería, procedió a bajar algunos de los volúmenes para decidir a
cuál se dedicaría al día siguiente. El anaquel con el que había dado
estaba ocupado en su mayor parte por una colección de libros de contabilidad, con la letra del
primer conde Magnus. Uno de
ellos, no era de cuentas, sino de alquimia,
escrito con otra letra del siglo XVI. Como no está familiarizado con la
jerga alquímica, el señor
Wraxall dedica un tiempo que habría podido ahorrarse a desentrañar los
títulos y preámbulos de diversos tratados: el libro del Fénix, el libro
de las Treinta Palabras, el libro
del Sapo, el libro de Miriam,
el Turba philosophorum y
otros; y seguidamente expresa con gran entusiasmo su alegría al
descubrir hacia la mitad del libro,
en una hoja originalmente en blanco, cierto escrito del propio conde Magnus titulado. Liber nigrae peregrinationis. Es
cierto que eran sólo unas líneas, pero bastaban para demostrar que el
posadero se había referido esa mañana a una creencia al menos tan
antigua como el propio conde Magnus,
y que probablemente éste compartía. He aquí la traducción del escrito:
...Si alguien quiere
obtener una vida larga, si quiere asegurarse un mensajero fiel y ver la
sangre de sus enemigos, debe ir primero a la ciudad de Chorazin, y
rendir allí homenaje al príncipe... -aquí había raspada una palabra
borrada, de manera Wraxall la sustituyó por aeris (del aire). Pero no
había más texto: sólo una línea en latín:
Qui ere reliqua hujus materiei inter secretiora.
Ver el resto de esta materia entre las
cosas más secretas.
Es innegable que esto arrojaba una
luz siniestra sobre los gustos y creencias del conde; pero para el señor
Wraxall la idea de que a su poder hubiera podido añadir la alquimia, y a la alquimia algo así como la magia, no contribuyó sino a hacérselo
más pintoresco; y cuando, tras contemplar su retrato en el vestíbulo,
emprendió el regreso a la posada, lo hizo absorto en el conde Magnus. No tenía ojos para ver a
su alrededor, ni percibía las fragancias vespertinas del bosque, ni la
luz del crepúsculo en el lago; y cuando de repente volvió en sí, se
quedó asombrado al descubrir que se hallaba ya ante la reja del
cementerio. Su mirada se detuvo en el mausoleo.
-¡Ah, estás ahí, conde Magnus! -dijo- ¡Cómo me
gustaría verte!
Como les ocurre a muchos hombres solitarios
-escribe-, tengo el hábito de hablar solo en voz alta; y a diferencia de
las partículas griegas y latinas, no espero respuesta. Desde luego, y
quizá por fortuna en este caso, no hubo ninguna voz ni nada digno de
tener en cuenta: lo único que pasó fue que a la mujer que limpiaba la
iglesia se le cayó al suelo algo metálico, supongo, y el ruido me
sobresaltó. El conde Magnus,
creo, duerme profundamente.
Esa misma noche, el posadero, que
había oído decir al señor Wraxall que quería ver al cura ó diácono (como
suelen llamarlo en Suecia), le presentó a dicho personaje en el bar de
la posada. Al punto quedó acordada para el día siguiente una visita al
panteón de De la Gardie, y siguió una pequeña charla general. Al señor
Wraxall -recordando que una de las funciones de los diáconos
escandinavos es instruir a los que van a recibir la confirmación- se le
ocurrió refrescar su propia memoria sobre una cuestión bíblica.
-¿Podría
decirme algo -dijo- sobre Chorazin?
El diácono pareció
sobresaltarse, pero le explicó de buen grado cómo ese pueblo fue
denunciado una vez.
-Seguramente, -dijo el señor Wraxall- hoy no
quedarán de él más que ruinas.
-Eso espero. -replicó el diácono-
Nuestros viejos sacerdotes dicen que el Anticristo nacerá allí; y hay
rumores...
-¿Y qué cuentan esos rumores? -preguntó el señor Wraxall.
-Rumores,
iba a decir, que he olvidado -dijo el diácono, y poco después se
despidió.
El posadero se quedó solo y a merced del señor Wraxall.
-Herr
Nielsen, -dijo- he averiguado algo sobre la Peregrinación Negra, así
que puede contarme lo que sepa. ¿Qué trajo consigo el conde a su
regresó?
Puede que los suecos sean lentos en contestar, o puede
que el posadero fuera una excepción, no sé; pero el señor Wraxall anota
que se le quedó mirando al menos un minuto antes de abrir la boca. Luego
se acercó a su huésped y, tras un esfuerzo considerable, dijo:
-Señor
Wraxall, voy a contarle esa historia,
pero nada más: ninguna más. Así que no me pregunte nada cuando termine:
en tiempos de mi abuelo (o sea, hace noventa y dos años), dijeron dos
hombres: El conde ha muerto; se
acabaron las preocupaciones. Esta noche cazaremos a placer en su bosque;
el gran bosque que cubre el monte, que ha visto usted detrás de Rabäck.
Bien, pues los que les oyeron les dijeron: No vayáis; seguro que si vais os encontraréis con alguien que
no debería andar; con alguien que debería reposar, no andar. Pero
los dos hombres se echaron a reír. No había guardabosques que
vigilasen, porque nadie quería cazar allí, y la familia no estaba en la
casa, de modo que podían hacer lo que quisieran.
Fueron al bosque
esa noche. Mi abuelo estaba sentado aquí, en esta sala. Era verano, y
con la ventana abierta podía ver el bosque, y oírlo. Estaba con dos o
tres parroquianos, escuchando. Al principio todos estaban en silencio;
después oyeron a alguien (ya sabe la distancia que hay) gritar como si
le arrancaran el alma. Los que estaban aquí se horrorizaron, y
permanecieron así al menos tres cuartos de hora. Después oyeron a
alguien a sólo unas trescientas anas: le oyeron reír a carcajadas; no
era ninguno de los que habían ido a cazar, y lo cierto es que nadie de
los presentes aquí se atrevió a decir que fuera una risa humana. Poco
después oyeron cerrarse una enorme puerta.
Esa madrugada, cuando
salió el sol, fueron todos al cura, y le dijeron:
-Padre, vístase y
venga a enterrar a Anders Bjórnsen y Hans Thorbjorn.
Como
comprenderá, estaban seguros de que habían muerto. Así que fueron al
bosque. Mi abuelo jamás lo olvidó; contaba que iban muertos de miedo. El cura, también, estaba blanco
como el papel. Después de escucharles comentó:
-He oído un
alarido en mitad de la noche, y después he oído una risa. Si no consigo
olvidar eso, no podré volver a dormir.
Fueron, pues, al bosque, y
encontraron a esos hombres en la linde. Hans Thórbjorn estaba de pie,
con la espalda contra un árbol, y no paraba de empujar con las manos el
vacío que tenía delante. Así que no había muerto. Lo llevaron a
Nykjoping; pero murió antes del invierno; estuvo empujando con las manos
hasta el final. También encontraron a Anders Bjornsen; pero estaba
muerto. De él le puedo decir esto: había sido un hombre guapo, pero
ahora no tenía rostro; le habían succionado la carne, dejándole los
huesos. Mi abuelo no lo olvidó. Cargaron a Anders Bjórnsen, le echaron
un trapo sobre la cabeza, abrió la marcha el cura, y se pusieron a
cantar el salmo de difuntos lo mejor que sabían. Y cuando iban por el
final del primer versículo, tropezó uno de ellos, el que llevaba la
cabeza de la camilla, por lo que los otros se volvieron, vieron que los
ojos de Anders Bjórnsen miraban fijamente porque no tenían párpados que
los cerrasen. No podían soportarlo. Así que el cura volvió a echarle el
lienzo encima, mandó traer una azada, y allí mismo le enterraron.
El
señor Wraxall consigna al día siguiente, poco después de desayunar,
pasó el diácono a recogerle, y le llevó a la iglesia y al mausoleo.
Observó que la llave del mausoleo colgaba de un clavo juntó al púlpito, y
se le ocurrió que, como al parecer no cerraban la puerta de la iglesia,
no le sería difícil efectuar una segunda y más reservada visita a los
monumentos. No dejó de encontrar imponente el edificio al entrar. Los
monumentos, en su mayoría erigidos en los siglos XVII y XVIII, eran
dignos aunque recargados, y abundaban los epitafios y los blasones. El
espacio central de la estancia lo ocupaban tres sarcófagos de cobre
cubiertos de ornamentos. Dos de ellos tenían, como es frecuente en
Suecia y en Dinamarca, una gran cruz metálica en la tapa. El tercero,
del conde Magnus, al parecer, en
vez de cruz tenía grabada una efigie de tamaño natural, y alrededor
varias franjas que representaban diversas escenas. Una era una batalla,
con un cañón escupiendo humo, plazas amuralladas y tropas de piqueros.
Otra representaba una ejecución. En una tercera, entre árboles, había un
hombre corriendo con todas sus fuerzas, el pelo flotante y los brazos
extendidos. Tras él iba una figura extraña; era difícil determinar si el
artista había pretendido representar a un hombre y no había sabido
darle la semejanza necesaria, o si la había hecho todo lo monstruosa que
parecía. Dada la destreza con que estaba trazado el resto de la escena,
el señor Wraxall se inclinaba por esta segunda posibilidad. Era una
figura grotesca, envuelta en un ropaje con caperuza que arrastraba por
el suelo. La extremidad de la figura que asomaba no tenía forma de
brazo; el señor Wraxall la compara al tentáculo de un pulpo. Y añade: Al ver esto me dije: Evidentemente se
trata de alguna representación alegórica; un demonio persiguiendo a un
alma acosada. Quizá sea el origen de la historia del conde Magnus y su misterioso compañero.
Veamos cómo está representado el montero: sin duda será un demonio
tocando el cuerno.
Pero, como descubrió a continuación, sólo
encontró la forma de un hombre envuelto en una capa en lo alto de un
cerro, apoyado en un bastón, observando la persecución con un interés
que el grabador había tratado de expresar en la actitud.
El señor
Wraxall observó los sólidos candados de acero que cerraban el
sarcófago. Uno de ellos había desprendido. Acto seguido, no queriendo
entretener más al diácono ni quitar más tiempo a su propio trabajó,
continuó su camino hacia la mansión.
Es curioso cómo -anota-,
cuando uno hace un trayecto familiar se abisma en sus pensamientos al
extremo de perder la noción de lo que le rodea. Esta noche es la segunda
vez que no me he dado cuenta a dónde me dirigía (es verdad que había
planeado hacer una visita secreta al mausoleo para copiar los
epitafios), cuando de repente he vuelto en mí, por así decir, y me he
sorprendido abriendo la reja del cementerio y, creo murmurando algo así
cómo: ¿Estás despierto, conde Magnus?
¿Duermes, conde Magnus?; y algo más que no recuerdo. Creó que
llevaba un rato comportándome de esta manera insensata.
Encontró
la llave del mausoleo, y copió la mayor parte de lo que quería; de
hecho, estuvo allí hasta que empezó a quedarse sin luz.
Creó que
me equivoqué -escribe- al decir que había uno de los candados del
sarcófago del conde en el suelo; esta noche he visto que hay dos. Los he
recogido y los he puesto en el alféizar de la ventana después de
intentar cerrarlos en vano. El tercero sigue firme, y aunque supongo que
es de resorte, no sé cómo se abre. De haberlo sabido creo que habría
cometido la osadía de abrir el sarcófago. Es extraño el interés que se
me ha despertado por la personalidad de este antiguo noble, me temo que
algo feroz y siniestro.
El día siguiente resultó ser el último en
que el señor Wraxall iba a visitar Rábäck. Recibió cartas que le
informaban de ciertas inversiones y que hacían aconsejable su regreso a
Inglaterra; había terminado su trabajo con los documentos, y el viaje
era lento. Así que decidió despedirse, añadir unos toques finales a las
notas, y partir. Estos toques finales le ocuparon más de lo calculado.
La hospitalaria familia insistió en que se quedase a comer -comían a las
tres-, y eran cerca de las seis y media cuando traspuso la reja de
hierro de Rábäck. Se fue demorando a cada paso en su camino junto al
lago, dispuesto a saturarse de impresiones del lugar. Y al llegar al
cementerio, en lo alto del monte, se detuvo unos minutos a contemplar la
ilimitada perspectiva de bosque, desde sus pies a la lejanía,
totalmente oscuro bajo un cielo verde líquido. Cuando se volvió
finalmente para reanudar la marcha, se le ocurrió que debía despedirse
del conde Magnus cómo había
hecho del resto de la familia de De la Gardie.
La iglesia estaba a
sólo veinte yardas, y sabía en dónde colgaba la llave del mausoleo. Un
momento después estaba ante el gran ataúd de cobre, y como de costumbre,
hablando consigo mismo en voz alta: Quizá fuiste algo bribón en tus
tiempos, Magnus -decía-; de todos modos, me habría gustado conocerte; o
mejor dicho...
En ese instante -cuenta-, sentí un golpe en el
pie. Lo retiré instintivamente, y algo pesado cayó en el pavimento. Era
el tercero y último de los candados que mantenía cerrado el sarcófago.
Me incliné a recogerlo, y -el Cielo es testigo- antes de incorporarme
sonó un chirrido de bisagras metálicas, y vi con absoluta claridad que
se levantaba la tapa. Quizá tuve una reacción cobarde, pero por nada del
mundo habría permanecido allí un segundo más. Salí del terrible
edificio en menos de lo que tardo en escribir estas palabras... casi con
la misma celeridad con que hubiera podido decirlas; y lo que aún me
asusta más: no pude echar la llave a la cerradura. Sentado aquí en mi
habitación, mientras consigno estos hechos (aún no hace veinte minutos
de todo esto), me pregunto si continuó el chirrido metálico. Sólo sé que
hubo algo más que me alarmó aparte de lo que he dicho, aunque no
consigo precisar si se trataba de un ruido o de una visión. ¿Qué he
hecho?
¡Pobre señor Wraxall! Al día siguiente emprendió el
regreso y llegó a Inglaterra sin novedad. Sin embargo, como deduzco del
cambio de letra y sus anotaciones incoherentes, era un hombre
psíquicamente destrozado. Uno de los varios cuadernos que me han
llegado, con anotaciones suyas, proporciona, no una clave, pero sí una
especie de indicio sobre su estado. Gran parte del viaje lo hizo en
trasbordador, y encuentro no menos de seis penosos esfuerzos por
enumerar y describir a sus compañeros de viaje. Son del siguiente tenor:
24.
Sacerdote del pueblo de Skáne. Usual chaqueta negra y sombrero flexible
negro.
25. Viajante de comercio que viene de Estocolmo y se dirige a
Trollháttan.
26. Individuo con capa negra, sombrero de ala ancha,
muy anticuado.
Esta última anotación está subrayada; y añade el
siguiente comentario: Tal vez sea
idéntico al número trece. Aún no le he visto la cara. Respecto al
número trece he averiguado que es un sacerdote romano con sotana.
El
resultado de la cuenta es siempre el mismo: de los veintiocho pasajeros
que cita, uno es siempre un hombre con una capa larga y sombrero ancho y
otro una figura baja con capucha oscura. Por otro lado, comenta que a
las comidas sólo asisten veintiséis; falta siempre el hombre de la capa,
y desde luego nunca está allí el individuo bajo. Al llegar a Inglaterra
parece que el señor Wraxall desembarcó en Harwich, y que decidió
ponerse fuera del alcance de cierta persona o personas que no
especifica, pero que evidentemente había llegado a creer que le seguían.
Así que tomó un vehículo -un coche cerrado-, ya que no se fiaba del
ferrocarril, y se dirigió a campo abierto al pueblo de Belchamp St.
Paul. Eran alrededor de las nueve de una noche de luna de agosto cuando
llegó. Iba mirando por la ventanilla cómo desfilaban veloces los campos y
los arbolados. De repente llegaron a una encrucijada, en una de las
esquinas había dos figuras de pie, inmóviles; las dos embozadas en ropas
oscuras; la más alta llevaba sombrero, la más baja una caperuza. No le
dio tiempo a verles la cara, ni los personajes hicieron gesto alguno que
él pudiese reconocer. Sin embargo, el caballo se espantó y emprendió el
galope, mientras el señor Wraxall se echaba hacia atrás en su asiento
presa del pánico. Los había visto anteriormente.
Llegado a
Belchamp St Paul, fue lo bastante afortunado para encontrar un
alojamiento amueblado y decoroso, y las siguientes veinticuatro horas
las vivió, relativamente hablando, en paz. Sus últimas notas las
escribió ese día. Son demasiado inconexas y exclamatorias para
incluirlas aquí; pero su sustancia es bastante clara.
Espera la
visita de sus perseguidores -no sabe cuándo ni cómo-, y su grito
constante es: ¿Qué he hecho?, y
¿Acaso no hay esperanza? Sabe
que los médicos le declararían loco, que la policía se reiría de él. El
sacerdote está ausente del pueblo. ¿Qué puede hacer, sino cerrar la
puerta con llave y encomendarse a Dios?
La gente de Belchamp St
Paul aún recordaba el año pasado cómo un señor desconocido llegó un
atardecer de agosto, hace años, y le encontraron muerto al segundo día
por la mañana, y hubo una investigación; los miembros del jurado que
vieron el cuerpo se marearon al ver el cadáver, y ninguno quiso contar
qué había visto; y el veredicto fue designio divino, y cómo las personas
que vivían en la casa la dejaron esa misma semana y se fueron del
lugar. Pero creo que ignoran que se haya arrojado nunca ninguna luz
sobre ese misterio. Y ocurre que
el año pasado, esa casa vino a parar a mis manos como parte de un
legado. Llevaba desocupada desde 1863, y no parecía haber esperanza
alguna de alquilarla; de modo que la mandé derribar. Entonces
aparecieron los papeles que acabo de resumir en una alacena olvidada
bajo la ventana del mejor dormitorio.
Montague Rhodes James (1862-1936)
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