Claro de Luna.
Clair de Lune, Seabury Quinn (1889-1869)
De
Grandin, mi amigo, se volvió hacia mí, enarcando las cejas y con los
labios redondeados, como si se dispusiera a emitir un silbido.
-Comment?
–preguntó-. ¿Qué decía usted?
Sonreí.
-Usted me comprende
perfectamente -repuse-. Le decía que de no saber yo que es un misógino
empedernido pensaría que está considerando en estos momentos la
posibilidad de tener un affaire con esa muier. No ha apartado un intante
los ojos de ella desde que nos instalamos aquí.
Sus pequeños y
azules ojos se animaron. Retorcióse las puntas de su diminuto y rubio
bigote, recordándome su gesto los movimientos de un gato tras una comida
especialmente sabrosa.
-Eh, bien! Lo cierto es que ella me
interesa...
-Es lo que he deducido...
-¿No es acaso une bonne
bouchée, merecedora del interés de cualquier hombre?
-Es verdad
-admití-. Resulta una mujer exquisita. Sin embargo, su forma de
observarla...
-¡Oh! ¡El doctor Trowbridge! ¡El doctor De Grandin! -La
señorita Templeton, la patrona del establecimiento, eterna promotora de
buenos momentos, cruzó la terraza, dirigiéndose a nosotros-: ¡Estoy
emocionada!
-¿De veras, mademoiselle? -El doctor De Granjin se puso
en pie, acogiéndola con una sonrisa particularmente cordial- Me intriga
usted. ¿Y cuál es la causa de su emoción?
-¡Se trata de Madelon
Leroy! ¡Va a asistir a nuestro baile de esta noche! ¿Sabe usted? Se ha
mostrado tan terriblemente solitaria desde su llegada aquí... Decía que
había elegido la costa para descansar y que no quería ver a nadie. Pero
se ha aplacado...
-Esto, por supuesto, es muy interesante -dijo mi
amigo, interrumpiéndola-. Desde luego, puede usted contar con nuestra
asistencia a la velada, mademoiselle...
Mientras Dot Templeton
danzaba de un sitio para otro, haciendo saber a otros huéspedes la buena
nueva, él consultó su reloj.
-Mon Dieu!, amigo Trowbridge –exclamó-.
Es casi la una ya y todavía no hemos almorzado. Vámonos a toda prisa al
comedor. Estoy medio muerto de hambre. Me siento desfallecido,
verdaderamente.
Dos mesas más allá de nosotros, junto a una
ventana, por la que entraba la fresca brisa del océano, Madelon Leroy
hacía los honores al almuerzo indiferente, casi despreciativa, ante las
miradas de que era objeto continuamente. Era, corno Jules De Grandin
había señalado, une bonne bouchée, merecedora de la atención de
cualquiera. Su actuación en el Claro de Luna de Eric Maxwell, había
llevado a la crítica al delirio. No solamente había sido elogiado su
talento como actriz, sino también su exquisita belleza de heroína de
cuento de hadas, su delicada fragilidad, que hacía pensar en algo
ultraterreno.
Cuando después de su resonante y prolongado triunfo
en Broadway se negó a considerar siquiera las ofertas más tentadoras de
Hollywood se desencadenó una tormenta de publicidad que puso a los
agentes teatrales en estados delirantes. A muchos dibujantes y pintores
se les permitió que esbozaran retratos suyos, pero ella se negó con
firmeza a ser fotografiada, y con objeto de burlar a los reporteros y
otros fanáticos de la cámara siempre que aparecía en público lo hacía
envuelta en velos y telas, como una odalisca o una monja. Las
representaciones de Claro de Luna fueron suspendidas hacia el verano. Su
misteriosa estrella descansaba junto al mar cuando Jules De Grandin y
yo nos hospedamos en el Adlon.
Disimuladamente, utilizando el
menú como pantalla, la estudié. De Grandin no se molestaba en fingir,
mirándola como sólo un francés sabe mirar a una mujer para no llegar a
ofenderla. Era una hermosa mujer, de piel casi transparente, de dorados
cabellos, que dibujaban una especie de halo glorioso en torno a su
menuda cabeza; los ojos eran grandes, de suave mirar y de un tono azul
cerúleo. Tenía su persona la fragilidad del hada, casi angélica; el
cuello poseía una graciosa curvatura; su perfil resultaba perfecto.
Aunque no era pequeña realmente, lo parecía, por su esbeltez, por su
justa corpulencia. Sus movimientos eran suaves, casi lentos. Perfilada
contra la ventana, parecía una princesa de cuento de hadas.
-Une
belle créature, n'est-ce-pas? -comentó De Grandin cuando hizo acto de
presencia el camarero para tomar nota de lo que queríamos comer.
Con
esto, mi amigo se desentendió de la joven. Las mujeres eran para él las
flores que embellecían el sendero de la existencia, pero la comida... y
la bebida... Mon Dieu!, como hubiera dicho él, ¡sin estas dos cosas la
vida resultaba imposible!
La señorita Leroy llamó la atención de
todos durante la recepción que precedió al baile aquella noche. Si había
parecido cautivadora en las discretas sombras del comedor, o en la
terraza del hotel, o al emerger de las aguas embutida en su blanco traje
de baño de satín, atractiva como una náyade, aquella noche se hallaba
en condiciones de provocar el delirio en sus admiradores. Más que nunca,
parecía ahora un ser de otro mundo. Su vestido, de, género de punto, se
ceñía fielmente a su cuerpo, careciendo de mangas. Eran apreciables
todas sus curvas, que componían una figura impecable, por sus
proporciones. El vestido se le ajustaba al talle mediante un cordón que
terminaba en dos tiras rematadas con borlas. De vez en cuando, al andar,
podían verse las plateadas sandalias que calzaban sus lindos y desnudos
pies. Había recogido sus dorados cabellos en un moño suelto, del que
pendía una estrecha cinta blanca. En el brazo izquierdo, por encima del
codo, lucía un ancho brazalete de oro labrado con motivos griegos. No
llevaba más joyas ni ornamentos.
En tales condiciones, aquella
mujer debía resultar forzosamente encantadora, atractiva, incluso. Pero
existía algo vagamente repelente en su persona. Tal vez fuera su lenta y
más bien condescendiente sonrisa, en la que no se advertía el menor
indicio de cordialidad, de humana simpatía; quizá se tratara de la rara
expresión de sus ojos... Eran ojos de persona experimentada, cansada,
más bien triste, como si desde el momento en que se abrieran a la luz
hubieran visto en los seres humanos una raza nada agradable, como si los
hombres hubieran sido algo que no valía la pena mirar dos veces. Podía
ser, sí, que todo residiera en sus ojos, los cuales, pese a los trabajos
de los expertos en el terreno de la belleza, presentaban en sus
comisuras una tupida red de arrugas; de otro lado, los párpados habían
sido tratados con un producto débilmente verdoso que los hacía brillar
un tanto siniestramente. Desde luego, aquellos no eran los párpados de
una mujer de veinte años, ni siquiera de treinta y tantos.
-Doctor
Trowbridge... -Ella extendió una mano pequeña como la de una niña, de
rosadas uñas, frágil como un iris blanco-, Doctor De Grandin...
El
francés hizo sonar sus tacones al cuadrarse ante ella.
-Enchanté,
mademoiselle –el hombre se inclinó sobre la mano, acercándosela a los
labios-. Je suis très heureux de vous voir! Me siento encantado de
verla...
No existe una manera preasa de poner esto en palabras.
Lo cierto es que cuando De Grandin se irguió, él y Madelon Leroy se
miraron a los ojos directamente, y aunque en sus rostros no se movió
nada, algo vago, intangible como el aire, perceptible sin embarao como
un escalofrío, pareció formarse alrededor de los mismos, igual que una
envoltura de frío vapor. Por unos instantes se calibraron mutuamente,
cautos como unos practicantes de la esgrima, o unos boxeadores que
tantean sus fuerzas. Tuve la impresión de que eran como dos productos
químicos que aguardaran solamente la adición de un agente catalítico
para explotar, provocando una devastadora detonación. Luego, fue
presentado el siguiente invitado y nosotros nos apartamos. Sentí lo
mismo que si nos hubiéramos visto inmersos en la temperatura normal del
verano, procedentes de un frigorífico puesto al máximo de su
rendimiento.
-¿Qué...?
Le llegada de Mazie Schaeffer me
impidió acabar de formular la pregunta, apenas iniciada.
-¡Oh, doctor
Trowbridge! ¿Verdad que es adorable? -inquirió Mazie-. Es la más bella,
la actriz más maravillosa del mundo. No hay nadie como ella, Yo he oído
hablar a papá y a Mumsie de Maude Adams, de Sara Bernhardt, de la Duse,
pero Madelon Leroy... ¡las supera a todas! ¿La recuerdan ustedes en la
última escena de Claro de Luna, cuando dice adiós a su amante en la
puerta del convento, quedándose plantada simplemente allí, a la luz de
la luna, sin pronunciar una sola palabra? No necesita realmente decir
nada, ya que el espectador ve, ve palpablemente su corazón destrozado.
De
Grandin dispensó a Mazie una cordial sonrisa.
-Tal vez sea debido
todo, mademoiselle, a que ha dispuesto de mucho tiempo para perfeccionar
su arte...
Mazie respondió inmediatamente, alzando su chillona voz:
-¿Cómo
puede usted decir eso? ¡Si es una niña!... ¡Es casi una criatura! Yo
cumplo veintiún años en agosto y apuesto lo que usted quiera a que le
llevo dos. No se trata de cosa del tiempo, doctor De Grandin, ni
siquiera de talento. En ella es que hay genio, un genio extraordinario.
De estas mujeres sólo se da una en cada generación...
El pequeño
francés estudió a la joven atentamente.
-¿Has llegado a conocerla,
quizá?
-¿Que si la he conocido? -Las manos de Mazie fueron
instintivamente hacia su pecho, como si hubiera querido contener los
latidos de un tumultuoso corazón- ¡Oh, sí! Fue muy amable conmigo... Me
invitó a visitar su «suite» mañana, para tomar el té juntas...
-Mon
Dieu! -exp1otó De Grandin-. ¿Tan pronto? ¿Es verdad lo que dices,
jovencita?
-¡Pues claro que es verdad! ¿No le parece maravilloso?
Todavía me lo parece más por el hecho de ocurrirme a mí. Sí. Es
terriblemente maravilloso.
-Ahora te has expresado correctamente
-manifestó él con un gesto de asentimiento-. Terriblemente maravilloso,
es cierto. Bon soir, mademoiselle.
Cuando hubimos dejado atrás el
atestado salón, pasando a la amplia y fresca terraza, le pregunté:
-Bueno,
¿qué significa todo esto?
-También yo quisiera saberlo -respondió mi
amigo, sombrío.
Pero yo me sentía intrigado y no me molestaba en
disimularlo.
-¡Por el amor de Dios. De Grandin! No sea usted tan
condenadamente misterioso. Yo sé que existe algo entre usted y esa
mujer... Me di cuenta, lo percibí cuando se saludaron. ¿Qué es lo
que...?
-También yo quisiera saberlo -repitió él-. Una cosa es
sospechar algo y otra muy distinta saber... Y yo, hélas!, no abrigo más
que una leve sospecha. Si le dijera qué es lo que en estos momentos
atormenta mi mente, me expondría a cometer una grave injusticia contra
un ser inocente. Au contraire, si me mantengo en silencio podría causar
un daño grave, irreparable, a otra persona. Parbleu!, amigo mío. No sé
qué hacer.
Consulté mi reloj.
-¿Por qué no nos vamos a la cama?
Son más de las once y emprendemos el regreso mañana por la mañana. Es
nuestra última oportunidad de lograr una noche entera de descanso, sin
desagradables interrupciones, sin pacientes que nos saquen del lecho a
horas intempestivas...
-Aquí no hay bebés que tengamos que ayudar a
nacer, ni vieillards que se deciden a abandonar el mundo... Es decir:
seguramente -manifestó De Grandin, con una burlona sonrisa-. Sí, creo
que está usted en lo cierto. Disolvamos nuestras preocupaciones en el
sueño.
A la mañana siguiente, cuando precedidos por dos botones
que llevaban nuestro equipaje nos disponíamos a abandonar el hotel, yo
me eché a un lado con el fin de dejar paso a dos mujeres que se
encaminaban a la playa. Era la primera de mediana edad, hallándose en
posesión de una larga y afilada nariz, pequeños ojos y una piel morena.
En sus negros cabellos se observaban ya muchas canas; llevaba el clásico
gorro blanco almidonado de las doncellas. Vestía de uniforme, de tela
oscura, con puños y un delantal blancos. Sobre el brazo derecho se había
echado una enorme y esponjosa toalla de baño. A mí me pareció una mujer
de aspecto imponente, que debía de haber conocido mejores días. Detrás
de ella, cubierta como una mujer árabe, con telas blancas, avanzaba una
figura más pequeña, que calzaba chanclos de playa. Los dedos de una de
sus manos asomaban al coger un pliegue de la holgada prenda. Observé que
eran de rojizas yemas, con unas uñas largas y afiladas, extremadamente
finas. Pude captar fugazmente el rostro de su dueña. Se trataba de
Madelon Leroy. Pero aquella cara se hallaba tan alterada que apenas
guardaba semejanza con la del radiante ser de la noche anterior.
Era
una faz aquella tan pálida como la luz de la luna de marzo; las
delicadas y pequeñas depresiones bajo los pómulos se habían acentuado
hasta dar al rostro una expresión desagradable. Sus labios, un poco
separados, parecían haberse marchitado; sus ojos daban la impresión de
haberse hecho más grandes, pero ahora estaban exageradamente hundidos en
la cara. La cara tenía una expresión anhelante, pero con un tono
impersonal. Lo único que no había cambiado en ella era la gracia de sus
movimientos. Caminaba con toda naturalidad, sin que el paso revalera el
menor esfuerzo, moviendo sus lisas caderas ligeramente.
-Grand
Dieu! -oí murmurar a De Grandin.
Al pasar ante él la mujer, De
Grandin se inclinó en una leve reverenda, llevándose la mano al ala del
sombrero-. Mademoiselle!
Ella pasó como si De Grandin no se hubiera
encontrado allí. Sus cavernosos ojos se fijaron en la playa, sobre cuyas
arenas unas suaves olas dejaban encajes de espumas.
-¡Santo Dios!
-exclamé a mi vez cuando avanzábamos ya hacia el coche que nos
esperaba-. Parece haber envejecido veinte años o más... ¿Qué piensa
usted de eso?
De Grandin me miró, muy serio.
-No sé a qué
atenerme, amigo Trowbridge. Anoche concebí unas sospechas; hoy las veo
casi confirmadas. Es posible que mañana pueda estar al tanto de todo con
exactitud. Ahora bien, mañana podría ser demasiado tarde.
-¿A qué se
está usted refiriendo? -inquirí-. ¿Qué significa este misterio?
-Plus
ça change, plus c'est la même chose... ¿Recuerda usted esta cita?
-contraatacó él.
Permanecí en actitud reflexiva un momento.
-¿No
es eso lo que Voltaire dijo acerca de la historia? «Cuanto más cambia,
más viene a ser la misma»...
-En efecto -asintió mi interlocutor-. Y
nunca dijo una verdad de mayor calibre. Una vez más, la historia se
repite. Nadie puede afirmar con qué trágicas consecuencias.
-¿Trágicas
consecuencias? ¿Para quién?
-On ne sait pas -De Grandin se encogió
de hombros-. ¿Quién puede decir dónde descargará su furia el rayo, amigo
mío?
Hacía cosa de una semana que habíamos regresado de la
costa. Me disponía a dar por terminada mi jornada de trabajo cierto día
cuando sonó el timbre del teléfono.
-Sam: soy Jane Schaeffer
-dijo la turbada voz de mi comunicante-. ¿Podrías venir inmediatamente?
-¿Qué
ocurre?
El día había sido muy caluroso y cansado, y Nora McGinnis
había preparado para mí un plato de ternera con salsa agridulce. No
tenía el menor deseo de efectuar un desplazamiento de más de tres
kilómetros, perdiéndome el cóctel de la noche y la sabrosa cena.
-Se
trata de Mazie. Al parecer, se encuentra peor...
-¿Peor? -repetí-. A
mí se me antojó que estaba perfectamente cuando la vi en la costa. Tenía
la viveza de los grillos...
-A su regreso a casa no podía hallarse
mejor. Pero luego ha empezado a comportarse de una manera muy extraña,
debilitándose día por día. No sé si será algo de pecho, o una
leucemia...
-Bueno, tómatelo con calma -aconsejó-. No se puede estar
bailando todas las noches hasta las tres de la madrugada, jugando además
al tenis por la tarde, sin perder algo. Dale a modo de cena una tostada
y una taza de té, métela en la cama y me la traes a la consulta por la
mañana.
-¿Quieres escucharme, Sam Trowbridge? Mi hija se está
muriendo, la tengo en la cama, y todo lo que me dices es que le dé una
tostada y una raza de té. Vas a hacerme el favor de meterte en seguida
en tu coche. Te esperamos.
-Bueno, de acuerdo -contesté para aplacar a
mi comunicante-. Que guarde cama y...
-Pero, ¿no te he dicto que la
tengo en la cama?... No se ha levantado en todo el día. Está demasiado
débil.
-¿Por qué no me lo has dicho antes? -inquirí, bastante
irrazonablemente-. Estaré ahí en seguida.
-¿Qué sucede, mon vieux?
-De Grandin apareció en la puerta de la consulta, llevando una coctelera
en las manos-. No me diga que se va. Los martinis tienen ahora el grado
de frialdad preciso.
-Hay que aplazar eso -repuse entristecido-.
Acaba de llamarme Jane Schaeffer para decirme que Mazie no se encuentra
nada bien. Está tan débil que esta mañana no pudo levantarse.
-Feu
noir du diable! ¡Fuego negro de Satanás! ¿Me está usted hablando de
aquella jovencita que fue seleccionada como víctima? Morbleu! Debiera
haberlo comprendido...
-¿Qué significa eso? -le interrumpí con
viveza-, ¿Que es lo que sabe usted?
-Yo, hélas!, no sé nada.
Absolutamente nada. Pero si lo que tengo buenas razones para sospechar
es cierto... ¡vámonos!, apresurémonos, volemos para poder ayudarla. ¿La
cena? ¡Al diablo la cena! Tenemos cosas más importantes en qué pensar
ahora.
Su madre no había exagerado al hablar del estado en que se
encontraba Mazie. La hallamos en estado de semi-coma, con unas
profundas concavidades bajo los pómulos, con unas ojeras terribles.
Tenía los ojos como de fiebre, brillantes, pero la mano que tomé entre
las mías parecía estar muerta. Recurrí a mi termómetro y vi que apenas
llegaba a los veintisiete grados. Su pulso era débil, latiendo a menos
de setenta pulsaciones por minuto. Echó la cabeza a un lado cuando me
dejé caer sobre una silla, junto a la cama. La sonrisa que me ofreció
era una bnrda imitación de la suya de siempre, eternamente contagiosa.
En ésta de ahora no existía ningún destello de alegría.
-¿Qué
sucede aquí? -pregunté, notando que la epidermis de sus manos estaba
reseca, áspera, endurecida-. ¿Qué le han estado haciendo a mi niña?
Los
párpados se abrieron perezosamente y ella pronunció unas palabras, en
un tono de voz tan débil que no pude entender nada.
-¿Cómo has dicho,
pequeña?
-De... dejadme ir... Tengo que irme... Debo hacerlo...
-musitó la chica, en un susurro-. Ella estará esperándome... me
necesita...
-¿Está delirando?
De Grandin hizo un movimiento
denegatorio de cabeza.
-No lo creo así, mi amigo. Está débil, en
efecto, muy débil, pero no ha perdido el conocimiento. ¿Qué síntomas
aprecia en ella?
-Si no la hubiéramos visto fuerte y bien alimentada
sólo dos semanas atrás, yo diría que es víctima de una evidente
desnutrición. He tenido ocasión de asistir a casos como éste después de
la primera guerra mundial, cuando servia con las unidades belgas de
auxi1io...
-Su saber y experiencia no le han abandonado, amigo mío.
La chica está desnutrida, en efecto, y nosotros le prescribiríamos nuez
vómica, de seguir el consejo de alguien, pero primero procuraremos darle
carne, una buena taza de té, y a continuación un huevo y leche con un
poco de coñac...
-Pero, ¿cómo ha llegado a tal estado de
desnutrición?
-Sí, desde luego. Es lo que tendremos que averiguar.
Cuando
bajábamos las escaleras, Jane Schaeffer preguntó:
-¿Qué le ocurre?
¿Habrá contraído alguna infección durante su estancia en la costa?
De
Grandin apretó los labios, cogiéndose la barbilla entre el pulgar y el
índice.
-Pas possible, madame. ¿Cuánto tiempo lleva así?
-Casi
desde el día de su regreso. En la costa conoció a Madelon Leroy, la
actriz, que convirtió en seguida en su ídolo. Se pasaba todo el día
prácticamente con la señorita Leroy. Creo que el segundo o tercer día
fue a verla a sus habitaciones, regresando a casa casi exhausta y
yéndose derecha a la cama. A la mañana siguiente se sentía muy débil. Se
levantó hacia el mediodía, comió algo y se fue en busca de Madelon
Leroy de nuevo. Por la noche, a la vuelta, no podía tenerse en pie. Su
debilidad, a partir de entonces, ha ido en aumento.
De Grandin
escrutó atentamente el rostro de Jane.
-Nos ha dicho usted que la
chica tiene un apetito excelente...
-¿Excelente? ¡Soberbio! ¿No cree
usted que podría ser una solitaria, algún parásito que...?
Mi amigo
asintió, pensativo,
-Verdaderamente, cabe tal posibilidad, madame.
A
continuación, preguntó con toda naturalidad, como si la cosa no tuviera
importancia:
-¿Dónde vive en la actualidad la señorita Leroy? ¿Usted
lo sabe?
-Tomó una «suite» en el Zachary Taylor. No me explico por
qué prefirió esto a Nueva York.
-Quizás haya alguien que lo sepa,
madame Schaeffer. Bien. Muy bien. Así pues, se instaló en el Hotel
Taylor y...
-Y Mizie ha ido a verla allí día tras día.
-Très bon.
Uno comprende, en parte, al menos. La enfermedad de su hija no es
desesperada, pero resulta mucho más seria de lo que al principio nos
figurábamos. La enviaremos al Sanatorio Sidewell en seguida, donde hará
reposo absoluto, vigilada constantemente por una enfermera. Bajo ningún
concepto dirá usted a nadie dónde se se encuentra, madame. Y no tendrá
visitantes de ninguna clase. Ninguno. ¿Me ha comprendido?
-Sí, señor,
pero...
-Pero... ¿qué?
-La señorita Leroy ha llamado hoy dos
veces, sintiéndose al parecer muy afectada cuando le dije que Mazie no
había podido levantarse. Si viniera a verla...
-He dicho que nada de
visitantes, madame. Es una orden, hágase cargo.
-Espero que sepa
usted lo que está haciendo -gruñí cuando dejamos la casa de los
Schaeffer-. No encuentro desacertado su diagnóstico, ni el tratamiento,
pero, ¿ a qué viene tanto misterio? Si usted sabe algo...
-No se
trata de que yo me empeñe en crear en este caso un ambiente de misterio
-declaró De Grandin-. Es que me confieso un hombre ignorante. Soy como
un hombre ciego que estuviese siendo objeto de las travesuras de unos
chicos traviesos. Extiendo las manos en un sentido y otro, pero no
acierto a asir nada. ¿Usted se acuerda de que hace poco estuvimos
refiriéndonos a la frecuencia con que la historia se repite?
-Sí, la
misma mañana en que abandonamos aquel lugar de la costa.
-En efecto.
Ahora escúcheme atentamente, amigo mío. Lo que voy a decirle puede ser
que no tenga sentido, pero podría ocurrir también lo contrario.
Considere esto:
Hace algunos años, más de los que a mí me
gustaría que hubieran pasado, asistí a una representación en el Théâtre
Français, donde actuaba una mujer llamada Madelon Larue. Era la gran
atracción de París porque en un época muy distinta de la que vivimos se
atrevía a practicar la danza au naturelle. Era muy bella, parbleu! No se
podía decir que era una Venus o una Minerva. Se asemejaba más a Hebe, o
a Clitie. Su aire juvenil, ingenuo, purificaba su desnudez. Suscitaba,
en fin, más admiración que pasión. Eh bien, mi gran père había sido un
tipo alegre en sus buenos tiempos. Como veraneaba cerca de Narbonne
aquel año, fui a visitarle para, entre otras cosas, participar de su
excelente Château Neuf. Le dije que había estado viendo a la Larue y se
quedó desconcertado.
¿Por qué razón? Porque, al parecer,
parbleu!, en los días del Segundo Imperio había habido una actriz que
era también la atracción máxima de París, una tal Madelon Larose.
También ésta bailaba à découvert ante la dorada juventud que rodeaba al
tercer Napoleón. Mi abuelo se prendó de ella en seguida. Me habló de su
frágil y aniñada belleza, que encendía los corazones y los cerebros de
los hombres. Al final de aquella conversación llegué a la conclusión de
que Madelon Larose y Madelon Larue tenían que ser madre e hija, o bien
la misma persona. No cabía otra alternativa. ¡Ah! Pero mi abuelo me
contó algo más. He de decir que por el hecho de ser un experto en
medicina legal se hallaba relacionado con la préfecture de police. Esta
Madelon Larose, la de la frágil y aniñada belleza, empezó a envejecer de
repente. En el espacio de sólo un mes se hizo diez o veinte años más
vieja. A los dos meses era una anciana tan débil que no podía salir al
escenario. Y yo le pregunto a usted ahora: ¿qué cree que pasó?
-Se
retiraría -sugerí irónicamente.
-Nada de eso. Contrató los servicios
de una secretaria y dama de compañía, una joven bretona rebosante de
salud, y... escúcheme con atención, por favor, al cabo de dos meses la
chica había muerto, de inanición, al parecer, y Madelon Larue se
dedicaba una vez más a bailar sans chemise para regocijo de los jóvenes
de París.
Se produjo un escándalo, naturalmente. La policía y la
Sûreté llevaron a cabo algunas investigaciones. Pero al final de ellas
no se averiguó nada en concreto. La secretaria había sido una moza
fuerte, de saludable aspecto. Y había fallecido, por lo visto, de
inanición. Larose, que había estado al borde de la desaparición, se veía
más joven, fuerte y atractiva que nunca. En eso quedó todo. Nadie puede
basar una actuación judicial en tales hechos. En fin, la chica fue
enterrada decentemente en el cementerio del Père Lachaise, y Larose, por
sugerencia de la policía, se trasladó a Italia. ¿Qué hizo en este país?
Cualquiera puede suponérselo. Ahora, emparejemos mi historia con la de
mi gran' père. Yo había visto actuar a la Larue en 1905. Cinco años más
tarde, siendo yo miembro de la Faculté de Médicine Légale, me enteré de
que se hallaba afligida por una extraña enfermedad, una dolencia que la
hacía envejecer diez años en una semana; a las dos semanas ya no se
halló en condiciones de presentarse en el escenario. ¿Qué pasó? Parbleu!
Yo se lo explicaré.
La mujer contrató los servicios de una
masseuse, una joven fuerte, de excelente salud, en posesión de un físico
robusto. A las dos semanas falleció, de inanición, al parecer... La
Larue, mordieu!, se rejuveneció de nuevo, quedando ya que no como una
rosa sí como un lirio. Fui designado ayudante del juge d'instruction que
se ocupó del caso. Llevamos a cabo detenidas investigaciones. ¡Oh, sí!
¿Y qué descubrimos en fin de cuentas? Solamente esto, morbleu!: La chica
había sido una persona fuerte, de gran salud. Había muerto, al parecer,
de inanición. La Larue había estado a punto de disolverse a
consecuencia de una extraña enfermedad, una dolencia sin nombre, Ahora
era joven, fuerte y atractiva como antes. C'est tout. Nadie puede basar
un proceso criminal en eso. En fin, la pobre masseuse fue recientemente
enterrada en Saint Supplice, y la Lame, por sugerencia de la policía, se
trasladó a Buenos Aires. ¿Qué hizo alli? Cualquiera puede suponérselo.
Veamos
ahora qué es lo que tenemos... Ello no constituirá una prueba, pero
podemos hablar de unos hechos: Larose, Larue, Leroy. Estos nombres son
bastante similares. Una Madelon Larose qúe está a punto de morir,
aparentemente, a causa de una rara enfermedad -de vejez, quizás-,
establece contacto con una joven y recupera la salud y. por lo visto, la
juventud, en tanto que la otra persona fallece, seca como una naranja
chupada. Esto ocurre en 1867. Una generación más tarde, una mujer
llamada Madelon Larue, que se acomoda a la descripción de la Larose
perfectamente, se ve afectada por la misma dolencia, y recupera la
salud, como le había pasado a la Larose, dejando a su espalda los restos
de lo que había sido una joven fuerte, vigorosa, con la que había
estado asociada. Esto sucede en 1910. Ahora, en nuestra época, una mujer
llamada Madelon Leroy...
-Pero... ¡todo esto es una cosa
totalmente fantástica! -objeté-. Usted se limita a formular
suposiciones. ¿Cómo identifica a Madelon Leroy con esas dos...?
-Siga
escuchándome... Concédame unos momentos más, amigo mío- dijo De
Grandin-. Usted se acordará, seguramente, de que nada más entrar la
Leroy en nuestro campo de observación me sentí interesado...
-Ciertamente.
No apartaba los ojos de ella...
-Précisement. Porque, parbleu!, en
el momento en que la tuve delante me pregunté: «¿Dónde has visto tú esa
cara antes, Jules De Grandin?» Me contesté en seguida: «No trates de
engañarte a ti mismo, Jules. Sabes muy bien dónde la viste por primera
vez. Se trata de Madelon Larue, la misma mujer que te causó tanta
impresión cuando la viste bailar nu comme la main en el Théâtre Français
en tus buenos tiempos. Volviste a verla, con todo su encanto y belleza,
cuando llevabas a cabo indagaciones sobre la muerte de su joven y
robusta masseuse. ¿Te acuerdas, Jules De Grandin?»
Sí que me
acuerdo, me dije.
Muy bien, Jules, seguí interrogándome. ¿Y qué hace
esta encantadora dama aquí hoy, al parecer con los mismos años que en
1905, o en 1910? Tú te has hecho mayor, tus amigos han envejecido... ¿Es
que ella constituye una excepción de la regla general? ¿Va a estar
siempre lozana, fresca, indiferente al paso del tiempo como la luz de la
luna? La lógica más elemental te dice, Jules, que esto no puede ser,
que esto se aparta de la norma que rige la vida de los seres vivos»,
continué considerando. Bueno, ¿y qué ocurre después? Hay una gran
velada. Mademoiselle Leroy se enfrenta con su público. Nos vemos, nos
miramos a los ojos, nos reconocemos mutuamente, pardieu! En mí, ella ve
al juge d'instruction causante de algunas situaciones embarazosas años
atrás. En ella, yo veo... ¿Qué puedo decir? De todos modos, nos
reconocemos, y ninguno de los dos nos sentimos felices con tal
reconocimiento mutuo. No, desde luego que no.
Al día siguiente,
por la tarde, fuimos al sanatorio para ver a Mazie. La encontramos más
mejorada, pero todavía muy débil e inquieta.
-¿Cuándo voy a salir
de aquí? -inquirió la joven-. Por favor... Tengo un compromiso al que
no quiero faltar, y me encuentro ya tan repuesta...
-Precisamente,
mademoiselle -contestó De Grandin-. Estás mucho mejor, en efecto, Y no
tardarás en recuperarte por completo. Para ello bastará con que tu
organismo se empape de alimento comme une éponge.
-Pero...
-Pero...
¿qué? -inquirió De Grandin, enarcando las cejas expresivamente-. ¿A qué
viene ese «pero»? Explícate.
-Se trata de Madelon Leroy, señor. Yo
estaba ayudándola...
-No lo dudo ni por un momento -manifestó mi
amigo, asintiendo-, ¿En qué forma?
-Dice que mi juventud y mis
energías le dan fuerzas para seguir... Está realmente al borde de una
crisis, ¿sabe usted? Asegura que mis visitas le confortan, que suponen
mucho para ella...
La severa mirada que sorprendió en el doctor De
Grandin hizo guardar silencio a la muchacha momentáneamente.
-¿Qué
ocurre, doctor? -inquirió luego.
-Escúcheme, Mazie, ¿Qué pasaba en el
curso de tus visitas a la «suite» de esa dama, en el hotel?
-Nada,
nada en realidad, Madelon.., Me permite que la llame así, ¿no es
maravilloso? Madelon se encuentra tan fatigada que apenas habla, Se
tiende en una chaise-longue y hace que le coja las manos y que le lea.
No he visto nunca unas negligées más bonitas que las suyas... Luego,
tomamos el té. Ella se acurruca entre mis brazos, como si fuera una
niña. A veces sonríe en su sueño. Parece entonces un ángel...
-¿Y tú
disfrutas con esta amistad, hein?
-¡Oh, sí! ¡Mucho! Nunca había
vivido una cosa tan maravillosa.
De Grandin sonrió al incorporarse.
-Bien.
Dentro de unos años, esto constituirá para ti un feliz recuerdo, estoy
convencido de ello. Entretanto, si te vas recuperando como hasta ahora,
dentro de unos días...
-Pero... ¿Y Madelon?
-Iremos a verla y se
lo explicaremos todo, ma petite. Sí. No faltaba más!
-¿Lo hará usted
así, doctor? ¡Es usted muy bueno!
Mazie despidió a De Grandin con una
sonrisa y se acomodó en el lecho para entregarse al sueño.
-La
doncella de la señorita Leroy ha llamado tres veces hoy -nos explicó
Jane Schaeffer, cuando nos detuvimos en su casa unos minutos, de regreso
del sanatorio-. Parece ser que aquélla se encuentra enferma y siente
unos deseos enormes de ver a Mazie...
-Ya me lo imagino -contestó De
Grandin, secamente.
-Da la impresión de sentir un gran afecto por mi
hija... Le conté finalmente lo que habían dicho ustedes, diciéndole
dónde paraba ahora Mazie...
-¿Hizo usted eso? -inquirió De Grandin,
como tragando saliva.
-¿Qué hay de malo en ello? Me figuré que...
-Ha
cometido usted un error, madame. Recordará que le dijimos que la chica
no podía recibir visitas. Vamos a poner remedio a la cosa, con la mayor
rapidez posible, pero si a su hija le ocurre algo suya será la culpa.
Bon jour, madame!
De Grandin hizo sonar sus tacones al mismo tiempo
que hacía una fría reverencia.
-Vámonos, amigo Trowbridge. Tenemos
cosas por hacer, cosas que no admiten el menor aplazamiento.
Una vez
en la calle, explotó como un petardo.
-Nom d'un chat de nom d'un
chien de nom d'un coq! Uno puede intentar defenderse ante los enemigos
mal intencionados; en cambio, frente a la ingenuidad o la ignorancia no
se puede hacer nada generalmente, pardieu! Vamos, amigo mío. La rapidez
viene a ser aquí ahora lo más esencial.
-¿A dónde tenemos que ir?
-pregunté al poner en marcha el motor del coche.
-¡Al sanatorio,
diablos! Si no nos damos prisa puede ser que lleguemos demasiado tarde.
El
azul con que se ofrecían a la vista las distantes Montañas Oranges
había perdido intensidad a causa de la calina de la tarde veraniega. La
cinta de asfalto de la carretera se alargaba interminablemente a
nuestras espaldas.
-¡Más de prisa, más de prisa! -dijo De
Grandin, apremiante-. Tenemos que correr todo lo que podamos, amigo
Trowbridge.
Unos minutos después teníamos a la vista un gran
automóvil negro, muy elegante. Los ojillos de De Grandin escrutaron
atentamente el vehículo.
-¡Es el de ella! -exclamé-. Tenemos que
adelantarle... ¿No puede usted sacarle más rendimiento a este moteur?
Pisé
a fondo el acelerador y la aguja indicadora de la velocidad se inclinó
un poco hacia la derecha. Ochenta, ochenta y cinco, noventa... Con cada
revolución de las ruedas se aminoraba la distancia que nos separaba del
otro vehículo. El conductor del otro automóvil debía de habernos visto
en el espejo retrovisor del coche. O quizá estaba pendiente de nosotros
su pasajera. El caso es que también aceleró, despegándose,
desvaneciéndose en una curva a los pocos minutos, entre un remolino de
polvo y de humo de su tubo de escape.
-Parbleu! Pardieu! Par la
barbe d'un porc vert! -exclamó De Grandin- Se nos escapa, corre más que
nosotros...
Un enervante chirrido de frenos, seguido de un golpe
sordo, le hizo callar. Al doblar por fin la curva se nos ofreció a la
vista el gran sedán negro volcado a un lado de la carretera, con las
ruedas girando al aire alocadamente; tenía el parabrisas y los cristales
de las ventanillas destrozados. Del capó del motor salía una columna de
humo.
-Triomphe! -exclamó mi amigo, al tiempo que se apeaba,
nada más detener yo nuestro coche, para echar a correr en dirección al
automóvil siniestrado-. ¡Ya la tenemos en nuestras manos, Trowbridge!
El
chófer se habla quedado detrás del volante. Hallábase inconsciente,
pero no sangraba. En los asientos posteriores había dos mujeres: una muy
fornida, en la que reconocí a la doncella de la señorita Leroy;
envuelta en velos, hasta el punto de parecer un fantasma gris, vi a
Madelon Leroy, una figura muy diminuta al lado de su criada.
-Cuide
de ese hombre, amigo Trowbridge -me ordenó De Grandin, cuando ya había
dejado caer la mano sobre el tirador de una de las puertas traseras-. Yo
me ocuparé de sacar de ahí a esas mujeres.
Haciendo acopio de
fuerzas, extrajo del coche a la doncella, desmayada, depositándola en un
lugar seguro. Después, concentró su atención en Madelon Leroy. Yo me
las había arreglado para dejar al chófer junto a la carretera. Segundos
después, surgió una llamarada del sedán siniestrado. El depósito de
gasolina estalló como si hubiera sido una bomba, saliendo proyectados en
todas direcciones numerosos trozos de vidrio.
-¡De buena nos
hemos librado! -exclamó, jadeante, abandonando el árbol cuyo tronco
utilizara como parapeto-. Si tardamos unos momentos más en llegar esta
gente hubiera ardido con el coche.
De Grandin asintió, un tanto
absorto.
-Si usted se queda aquí con ellos yo intentaré localizar un
teléfono para llamar a una ambulancia... Estas personas necesitan
cuidados inmediatos, especialmente mademoiselle Leroy. ¿Tiene usted
influencia en el Mercy Hospital?
-¿Que si tengo...? No le entiendo,
De Grandin.
-Quiero que se ocupe de que estas personas queden
instaladas en habitaciones independientes. Si es así, todos saldremos
ganando con ello.
Nos sentamos junto a la cama de ella, en el
Mercy Hospital. El chófer y la doncella ocupaban sendas habitaciones. A
Madelon Leroy le había sido asignada una «suite» en el último piso. El
sol se acercaba al ocaso, convertido en una especie de balón carmesí,
flotando en un mar rosado; una leve brisa jugaba incansablemente con las
blancas cortinas de la ventana. De no haber conocido su identidad,
ninguno de nosotros habría dicho que la mujer que se encontraba en
aquella cama era la atractiva, la deslumbrante Madelon Leroy. Su faz
aparecía lívida, casi gris, de un gris verdoso; a través de la piel se
adivinaban las líneas de su cráneo... Tenía las sienes hundidas, como
los ojos; la nariz se había hundido extrañamente también, acortándose,
haciendo más saliente la mandíbula y los arcos superciliares. Unas
venitas azules acentuaban la extrema palidez de las mejillas, dando al
rostro una apariencia de objeto de cera; las orejas eran casi
transparentes; los labios se habían resecado, replegándose sobre los
dientes, como si la mujer se esforzara para hacerse con un poco de aire.
-Mazie
-murmuró, en un débil susurro-: ¿dónde estás, querida? Ven... Ha
llegado la hora de nuestra siesta. Tómame en tus brazos, querida;
apriétame contra tu frente y juvenil cuerpo...
De Grandin se
incorporó, inclinándose sobre el lecho, mirándola no como un médico mira
siempre a un paciente que sufre, sino con la frialdad del ejecutor que
estudia a la persona condenada.
-Larose, Larue, Leroy... como quiera
usted llamarse.. Ha llegado por fin a la meta de su viaje por la vida.
Ya no dispone de víctimas que puedan renovar su pseudojuventud. Llegó un
día al mundo (le bon Dieu sabe cuantos años hace de eso) y ha sonado
para usted la hora de irse.
La mujer volvió hacia él los ojos, unos
ojos sombríos, sin el menor brillo. En su marchita faz fue apareciendo
trabajosamente una expresión elocuente: le había reconocido.
-¡Usted!
-exclamó en voz muy baja, delatadora de un gran pánico-. Por fin me has
encontrado... Tú, mi enemigo.
-Tu parles, ma vielle -replicó De
Grandin, con naturalidad-. Tú lo has dicho. Te he encontrado por fin. No
me fue posible materialmente evitar que absorbieras la vida de aquella
desgraciada persona en 1910; tampoco pude interponerme entre tú y la
joven de los días de Napoleón III. Pero esta vez estoy aquí, sí. Todo
queda atrás ya; el fin se aproxima.
-Ten piedad de mí -rogó ella,
temblorosa-. Ten piedad de mí, hombre cruel. Yo soy una artiste, una
gran actriz. Mi arte hace felices a millares de seres. Durante años, he
llevado un poco de alegría a los que vivían tristes o atribulados.
Compáreme con otras mujeres... ¿Qué representan a mi lado las
campesinas, las hijas de los comerciantes, las de la bourgeoisie? Yo soy
Claro de Luna, la luz de la luna reflejándose en unas aguas remansadas;
la dulce promesa del amor todavía no logrado...
-Tiens... Yo creo
que la luna se está poniendo, mademoiselle -dijo De Grandin,
interrumpiéndola secamente-. Si desea los auxilios de un sacerdote...
-Nigaud,
bête, sot! -susurró ella. Y su susurro fue como un apagado grito-.
¡Estúpido! ¡Necio! ¡Hijo de padres imbéciles! No necesito a mi lado a
ningún sacerdote, no quiero que me hablen de arrepentimientos ni de
redenciones. Lo que sí deseo es recuperar mi juventud y mi belleza. Haz
venir aquí a una muchacha limpia, joven, llena de salud...
Ella
se interrumpió al ver una dura mirada en los ojos de De Grandin. Apenas
tenía fuerzas ya para insultarle. Pero de sus labios salieron todavía
epítetos que habrían hecho enrojecer de vergüenza a una comadre de los
muelles de Marsella. De Grandin encajó aquel discurso con serenidad. Ni
sonreía ni se mostraba irritado. Había en él una aire de indiferencia
total, como si en aquellos instantes se hubiese hallado en un
laboratorio, observando en el microscopio un nuevo y curioso espécimen.
-Eres
una bestia, un perro, un cerdo -siguió diciendo la mujer-. Desciendes
de apestosos camellos... Eres un hijo bastardo de una gata callejera y
de un demonio de los infiernos...
Los médicos estamos habituados
al espectáculo de la muerte. Al principio de nuestra carrera, ésta nos
causa siempre una gran impresión; luego, nos acostumbramos. Sin embargo,
en aquel caso, no pudé evitar un escalofrío, al observar el cambio que
se estaba operando a mi vista. La azulada blancura de su piel tomó un
tinte verdoso; todo parecía indicar que los microorganismos de la
putrefactión operaban ya en ella; el rostro de la mujer se pobló de
arrugas que eran como las grietas que se abren en el hielo; el tono
rubio de sus cabellos se trocó en un tono amarillento sin brillo; las
manos que asomaban por encima de las sábanas parecían las garras de un
animal muerto y disecado. La cabeza de la mujer se incorporó un instante
sobre la almohada; los ojos estaban enrojecidos y carecían de vida.
Bruscamente, se quedó sentada en el lecho, doblándose en seguida por la
cintura como una burda muñeca rota; las manos buscaron su propio pecho,
agitado por una tos estértórica. Luego, cayó sobre su espalda,
quedándose inmóvil.
No se oía nada, absolutamente nada en la
habitación mortuoria. Ningún sonido llegaba hasta allí por las abiertas
ventanas. El mundo parecía haberse paralizado con la quietud de la
puesta del sol. Nora McGinnis habíase superado aquella noche. La cena
que nos ofreció habría representado la máxima satisfaeción para un buen
«gourmet». Su ternera en salsa agridulce fue un regalo para nuestros
paladares; lo mismo que sus pastelillos, sus quesos, su melocotón y la
compota de ciruela. De Grandin apuró con delectación su taza de café;
luego, sonrió como un querubín; a continuación aspiró el aroma de su
Chartreuse vert con los ojos entreabiertos...
-¡Oh, no, amigo
mío! -me dijo-. No puedo ofrecerle una explicación adecuada. Esto es
como la electricidad: nos beneficiamos de sus efectos a cada paso, pero
nada sabemos en cuanto a sus orígenes.
Ya le dije que la reconocí
nada más verla. Pero no acertaba a tomar en serio mis sospechas. Para
esto, tuvo que reconocerme ella. Luego, me di cuenta de que nos
enfrentábamos con algo maligno, con algo que rebasaba la experiencia
cotidiana, aunque no se tratara de nada sobrenatural. Ella fue una
especie de vampiro, un vampiro diferente de los tradicionales. El
vampiro normal posee vida en su muerte. Ella permaneció enteramente
viva. Seguiría así mientras encontrara en su camino víctimas frescas. De
una manera u otra, Dios sabe cómo, adquirió la habilidad de absorber la
vitalidad, la fuerza de las mujeres jóvenes y vigorosas, tomando de
ellas todo lo que podían darle, dejándolas virtualmente vacías, hasta
tal punto que sus víctimas perecían a consecuencia de su extrema
debilidad, mientras que la actriz estrenaba una nueva juventud, gozando
de un renovado vigor.
De Grandin hizo una pausa para encender un
puro, añadiendo a continuación:
-Usted sabe que se admite
generalmente que cuando un niño duerme con una persona de edad, o
inválida, aquél cede su vitalidad a su compañero de lecho. En el «Libro
de los Reyes» leemos que David, rey de Israel, al llegar a la edad
madura, encontrándose muy debil, era reforzado por tal procedimiento.
Ella se valía de un proceso similar, pero mucho más acentuado.
En
1867 necesitó sesenta días para pasar de una juventud aparente a la
edad avanzada. En 1910, el proceso duró dos semanas o diez días; este
verano, se nos presentó joven por la mañana y al día siguiente era una
anciana o mujer de edad madura, al menos. ¿Cuántas veces, entre los días
de mi gran' père y los nuestros renovó su juventud y su vida valiéndose
de jóvenes amigas? No lo sabemos... Estuvo en Italia y en América del
Sur. Sólo le bon Dieu sabe qué otras partes del mundo visitó. Hay, no
obstante, una cosa que parece ser cierta: con cada renovación de su
juventud se tornaba más débil. Incidentalmente, habría llegado así al
momento de la transformación casi repentina, a un instante en el que no
hubiera dispuesto de tiempo para encontrar una víctima a la que
«chupar», por así decirlo, su vitalidad.
Mazie había sido
escogida como víctima esta vez, y de no haber estado nosotros donde
estuvimos... Eh bien! Yo creo que tendríamos otra tumba en el
cementerio, gracias a la cual mademoiselle Leroy proseguiría sus
actuaciones teatrales. Sí, sin duda. ¿Desea usted saber algo más?
-inquirió De Grandin, al ver que yo no formulaba ningún comentario.
-Hay
una o dos cosas que me desconciertan -respondí-. En primer lugar,
quisiera saber si existe alguna relación entre su poca corriente
habilidad para rejuvenerse a expensas de otras personas y su negativa a
verse fotografiada. ¿Cree usted acaso que pudiera comportarse así, por
otra parte, persiguiendo un efecto publicitario?
De Grandin consideró
mi pregunta durante unos instantes, replicando luego:
-No, no es
eso... Sucede que el objetivo de la cámara fotográfica es más detallista
que nuestros ojos. Un buen maquillaje puede engañar al ojo humano; las
lentes de la cámara, en cambio, van más allá, mostrando todas las
imperfecciones, por menudas que sean. Por esta razón, seguramente, no
quería que le hiciesen fotografías. ¿Se hace usted cargo?
Asentí.
-Otra
cosa. Usted dijo en una ocasión a Mazie que estaba seguro de que el
episodio de su amistad con la Leroy constituiría un bonito recuerdo en
su vida. Usted ya sabía entonces a qué atenerse con respecto al proceder
de la mujer, es decir, sabía que se valía de las jóvenes para, sin la
menor piedad...
-Pues sí, es verdad que estaba entonces ya al cabo de
la calle. Mazie se había relacionado con una extraña y bella actriz; la
adoraba con el ardor que solamente pueden sentir las jóvenes por una
mujer mayor y más mundana. De haberle dicho la verdad, se habría negado a
creerme, y además yo habría atentado contra el ideal que su mente se
había forjado. Es mejor que siga conservándolo, que se mantenga en una
feliz ignorancia acerca de la verdadera condición de la persona que
consideró amiga, respetando su recuerdo para siempre. ¿Por qué privarle
de algo bello cuando guardando silencio, simplemente, podemos ayudarla a
conservar un grato recuerdo?
Una vez más, hice un gesto afirmativo.
-Resulta
difícil de creer todo esto, pese a haber sido testigo de ello
-confesé-. Estoy dispuesto a aceptar su tesis, pero se me antojó algo
cruel dejarla morir de aquel modo, aunque...
-Créame, amigo mío -dijo
De Grandin, interrumpiéndome-. Ella no era una mujer realmente
auténtica. ¿No recuerda lo que dijo de sí misma antes de morir?
Manifestó que era un clair de lune, luz de luna, carente por completo de
edad y de pasiones. El suyo era un egotismo llevado a ilógicas
conclusiones; tratábase de un ser cuyo egoísmo iba más allá de otros
pensamientos y propósitos. Era una rara, una extraña cosa, sin sentido
acerca del bien o del mal, de la justicia o la injusticia, como un fauno
o un hada, o cualquier otra grotesca criatura salida de un viejo libro
de magia.
De Grandin apuró hasta la última gota del licor que había
en su copa, alargándome ésta, ya vacía.
-Yo repito, si es usted tan
amable, amigo mío.
Seabury Quinn (1889-1869)
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